A finales de mayo de este año, el Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU denunció la desaparición de 23 personas en Nuevo Laredo, Tamaulipas. Según la organización, estas desapariciones, ocurridas entre febrero y mayo, fueron cometidas por una fuerza federal mexicana. Hace unos días, la CNDH emitió una recomendación al titular de la Secretaría de la Marina por la desaparición de 10 personas en Nuevo León y Tamaulipas. Las organizaciones locales que trabajan -a pesar de las constantes amenazas- con familiares de desaparecidos dan cifras mucho mayores. Mujeres, hombres, adolescentes son detenidos en carreteras o en sus casas por agentes de seguridad para nunca más ser vistos. La respuesta del Estado mexicano ha sido lenta en la búsqueda de los desaparecidos, pero veloz para cuestionar la veracidad de las denuncias.
Estos casos ponen en evidencia el desastre de una política de seguridad que opera sin transparencia y sin rendición de cuentas, bajo una lógica de guerra que entiende a las personas como -potenciales- enemigos del Estado y no como ciudadanos con derechos.
A la vez, la ausencia del Estado es evidente en numerosos espacios del país: poblados sin servicio de agua o luz, calles sin alumbrado, servicios de salud y transporte público deficientes, los mismos hoyos que van haciéndose más grandes con cada temporada de lluvias.
No sorprende en este contexto la falta de legitimidad del Estado, de sus agentes y de sus normas. Si pensamos en las leyes como una expresión del Estado, no asombra tampoco el incumplimiento generalizado del derecho que vemos en México. ¿Qué significa el «Estado de derecho» en un país donde el principal rostro del Estado es la violencia? ¿Por qué debemos los ciudadanos aceptar y cumplir con sus normas?