Al fin, las dudas se disiparon: las encuestas no se equivocaron, predijeron con tino estadístico lo que pasó el domingo e incluso se quedaron cortas. Tampoco hubo el fraude que muchos temieron; los candidatos perdedores reconocieron su derrota mucho antes de que el INE diera los resultados del PREP. Uno de cada dos mexicanos y mexicanas entre quienes votaron decidió que Andrés Manuel López Obrador fuese nuestro próximo presidente y que su fuerza en los congresos —en el federal y en treinta estados de la República— fuera mayoritaria. La gente se manifestó a través del voto y, con él, le arrebató el poder a quienes durante tantos años y salvo contadas excepciones, lo ejercieron para beneficio propio, de sus familias o de sus partidos, para justificar la violencia que le ha quitado la vida a más de doscientos mil compatriotas y para construir la máscara de un México moderno —wannabe— que ha servido para que los ricos sean más ricos y para invisibilizar a ese otro México de los excluidos, de los oprimidos y de los explotados.
De ahí que el tamaño de la responsabilidad que asumirá el presidente entrante no sea menor, porque las expectativas que estas circunstancias oprobiosas han generado son muy altas; ojalá la realidad que por décadas ha construido un país desigual, violento, afectado por una gran corrupción, por relaciones fraguadas en el conflicto de interés y, por ello, lleno de desconfianza, se fuera en las maletas de quienes hicieron del servicio público un asunto particular orientado a sus intereses. Pero no, eso no va a ocurrir de la noche a la mañana y, desafortunadamente, ni siquiera podemos confiar en que se ralentice lo suficiente en apenas seis años. Pero debemos trabajar para que así sea, porque nos conviene que lo que logremos en el próximo sexenio sea la base de lo que pueda construirse de cara a los siguientes veinte o treinta años.