Si algo marcó este sexenio fue la corrupción e impunidad rampantes. Y nadie ejemplifica mejor este binomio que los más de quince (sí, ¡15!) exgobernadores sobre los que recaen denuncias por presuntos actos de corrupción. Javier Duarte, Roberto Borge, César Duarte, y muchos otros utilizaron su cargo para desviar recursos públicos y favorecer a redes de corrupción. Lo preocupante es que, hoy en día, la mayoría aún se encuentran libres, prófugos de la justicia, o detenidos pero sin condena.
Estos casos ilustran dos problemáticas igualmente alarmantes. La primera tiene que ver con los problemas estructurales en la procuración de justicia, que han favorecido la impunidad. Sin embargo, si la impunidad y la falta de justicia es un problema mayúsculo y lastimoso, lo es aún más los efectos que estos actos de corrupción y desvíos tienen en los estados y en las poblaciones donde ocurrieron.
¿Cómo acabar entonces con la impunidad y resarcir las afectaciones que estos exgobernadores han causado? En primer lugar, es importante terminar con el uso político y discrecional de la PGR. Esto solo se logrará cuando se rediseñe para que sea una verdadera Fiscalía autónoma, profesional y eficaz. Para alcanzar esto, ya está en marcha una campaña impulsada por los Colectivos #VamosPorMás y #FiscalíaQuéSirva que, reúnen a más de 300 organizaciones, y que en las próximas semanas recolectará firmas para promover una iniciativa ciudadana al respecto. En segundo lugar, es igualmente importante que la política de combate a la corrupción en nuestro país comience a poner el foco en analizar las afectaciones de estos actos en la vida de las personas y proponga estrategias para prevenirlas y/o repararlas. Ni el Plan Nacional de Desarrollo que está por concluir ni las estrategias anticorrupción de este gobierno lo lograron. Tocará al nuevo gobierno emprender estas dos necesarias tareas y atender el hartazgo y demandas de una ciudadanía cada vez más desencantada de los asuntos públicos.