En los albores de 2015, la presidencia de Peña Nieto atravesaba tiempos críticos. Ayotzinapa cambió el rumbo de su administración. Una enorme afrenta a su autoridad que lo ponía a prueba. Le acompañaron otros escándalos de primeras planas. De ahí en adelante una colección de desaciertos.
Hubieron oportunidades y muchas para corregir. Solidaridad con los deudos del caso Ayotzinapa; compromiso con una investigación profesional y con la transformación de la procuración de justicia; lo mínimo: empatía. Un presidente a cargo, pues.
Pero esto es lo que fue y lo importante ahora es lo que vendrá. Porque es virtud entender un estado de ánimo “colectivo” para tener una campaña exitosa y ganar una elección. Otra muy distinta es entender lo que hay que emprender para hacer funcionar el aparato de gobierno para la consecución de un objetivo. Y este es el reto que tendrá de frente el próximo presidente de la República. Entender. No sólo el ánimo social, sino los resortes que pueden generar un cambio positivo para el país. Una respuesta al ánimo social, no con palabra, con hechos.
Que se mire en el espejo de sus antecesores. El presidente Fox que no entendió que la transformación del país requería más que sacar al PRI de Los Pinos, o del presidente Peña, que quiso conquistarnos con una agenda modernizadora cuando no estaba dispuesto a limitar su poder y, por tanto, no estuvo dispuesto a fortalecer las instituciones que le dieran contrapeso y lo obligaran a la rendición de cuentas. Y este era un ingrediente fundamental para que la agenda modernizadora volara en serio. No entendieron que no entendían.
Por eso es tan importante que la victoria de quien resulte ganador no lo ciegue frente a las realidades. Necesitamos que sí entienda.