La respuesta de los mexicanos frente a la violencia política, como a otros tipos de violencia, ha sido, en el mejor de los casos, tibia. Nos hemos habituado a tal grado al despilfarro de la vida que sólo reaccionamos ante las imágenes más atroces. No advertimos lo que significa para la vida social y política un proceso electoral en el que competir políticamente implica poner en riesgo la vida. ¿Qué sentido tiene el voto en los lugares donde la disidencia se puede silenciar a balazos? Aceptamos las trampas, la difusión de notas falsas, el reparto de despensas y la compra de votos como parte normal de nuestra vida política. Aceptamos ahora la muerte como parte de la competencia política. Avalamos así el establecimiento de un Estado fundamentado en el engaño y la violencia.
Para las autoridades, la salida fácil para explicar estos crímenes -y poder dar carpetazo a las investigaciones- es enmarcarlo en el discurso del crimen organizado. ¿Quién está matando candidatos, mujeres y migrantes? ¿Quién ejecutó a los policías? Fue el crimen organizado. Ahí la explicación que todo acomoda ante la desgracia mexicana. Durante años, hemos aceptado la narrativa que afirma que si alguien muere es porque era delincuente y, en consecuencia, no es necesario ni el lamento ni la investigación de ese homicidio. Aceptamos, bajo esa historia, las ejecuciones sumarias y la tortura. Esa indiferencia ahora facilita que la clase política (y la posibilidad de un gobierno democrático) sea eliminada ante nuestros ojos anestesiados.
Varios estudios, sin embargo, muestran que en las redes criminales mexicanas frecuentemente participan tanto ciudadanos como autoridades: policías y militares que desaparecen gente o cuidan capos; agentes penitenciarios que extorsionan; funcionarios locales y federales que cobran ilegalmente por servicios o permisos que legalmente deben dar (o no dar). Según el informe de Etellekt, del total de agresiones registradas contra políticos y candidatos, 72% fueron dirigidas contra políticos de oposición a los partidos gobernantes. Es necesaria más información para entender si (y cuándo) la violencia política viene de una complicidad. Pero la narrativa que afirma simplemente que fue el crimen organizado, posibilita que las autoridades no investiguen y esos delitos queden impunes.
La violencia de estas elecciones nos ponen, como colectividad, el gran reto de la reconstrucción de la seguridad. Tendríamos que empezar por exigir una investigación seria para cada homicidio antes de aceptar, sin más, que se trata de una muerte merecida.