*Para las víctimas, que son el centro del caso, el fallo es esperanzador: abre la oportunidad para que la verdad llegue.
Ciudad de México, 10 de junio de 2017. Un Tribunal Colegiado dictó una sentencia innovadora y esperanzadora en el caso Ayotzinapa.
El expediente llegó a esa instancia a partir de la alegación de tortura de algunos acusados. Al analizarlo, tres magistrados resolvieron unánimemente que había indicios de tortura y determinaron dejar sin efectos la vinculación a proceso; sin decretar su liberación, ordenaron que se indague la tortura antes de decidir nuevamente su situación jurídica.
Hasta ahí, la resolución no se aparta de las actuales aproximaciones garantistas frente a casos de tortura. Lo innovador viene después: situados ante la posibilidad de que fallas en el debido proceso derivaran en impunidad, los magistrados decidieron ordenar una medida adicional, considerando que el estudio de los amparos les permitió conocer a fondo un expediente repleto de irregularidades, abusos, falsedades y sesgos.
Esta medida consiste en crear una Comisión de Investigación para la Verdad y la Justicia, lo que implica un esquema de controles externos extraordinarios sobre la actuación del ministerio público, en manos de la CNDH y de las víctimas y con la posibilidad de que organismos internacionales se incorporen -enfatizando que sería recomendable el regreso del GIEI.
Los magistrados insistieron en que esta medida extraordinaria obedece a la necesidad de generar contrapesos a una Procuraduría que mostró su falta de independencia al incurrir en múltiples irregularidades y al privilegiar una sola hipótesis, que a la postre se comprobó carecía de evidencias. Entendieron que en una investigación donde la ilegalidad ha sido extrema y donde la actuación ha sido parcial, sólo una medida extraordinaria podría reencauzarla.
La sentencia ha generado polémica. Desde un extremo, se ha dicho que los magistrados se extralimitaron. Desde el otro, se ha expresado preocupación por una medida que, se estima, podría menoscabar otros esquemas de justicia transicional. Ambas posiciones son erróneas pues parten de lecturas equivocadas. El Tribunal no fue más allá de la ley: aplicó a cabalidad el marco de derechos humanos y ordenó una medida común en la jurisprudencia internacional. La medida tampoco riñe con los proyectos de justicia transicional: se trata de una Comisión de Investigación ad hoc que preserva la facultad de presentar acusaciones penales, y bien podría colaborar con otras iniciativas sin que agote la necesidad de contar con una Comisión de la Verdad de alcance nacional.
El debate tendría que pasar, más bien, por dos ejes. Por un lado, por reivindicar a tres magistrados que en democracia ejercieron contrapeso a los excesos del Poder Ejecutivo, balanceando tanto la tutela de los derechos de los acusados como los de las víctimas. Por otro lado, se tendría que enfatizar cómo las irregularidades en la investigación han terminado por ser confirmadas en sede nacional: el Gobierno Federal advirtió siempre que serían los tribunales mexicanos los que emitirían la última palabra en el caso. Esta semana lo han hecho y el resultado es devastador para la investigación de la PGR.
Para las víctimas, que son el centro del caso, el fallo es esperanzador: abre la oportunidad para que la verdad llegue. También es un relevante respaldo simbólico a los procesos de exigencia que otras víctimas, con la misma dignidad, impulsan a lo largo del país.
Cumpliendo la sentencia, el Gobierno Federal aún podría paliar una parte del profundo daño que su investigación generó. Si eso no ocurre, como hay que prever, la sentencia del Tribunal Colegiado, junto con los informes del GIEI, de la CIDH y de la ONU, sin duda serán un interesante punto de partida para la administración que habrá de llegar y que habrá de lidiar con la herida abierta que es Ayotzinapa.