En México se ha instalado cómodamente la cleptocracia. Un régimen caracterizado por la institucionalización del robo. Una forma de ejercer el poder que recorre el sistema político y económico, al margen de las ideologías, al margen de las afiliaciones partidistas. Como la desmenuza Jenaro Villamil en un nuevo libro, Cleptocracia, sus practicantes saben transformar bienes públicos en bienes privados, saben expoliar, saben robar. Su conducta no es la excepción; es el gobierno convertido en saqueo. Y el saqueo nunca ha sido tan evidente, tan obvio como en este sexenio, ante la inseguridad priista de permanecer en el poder. El PRI atlacomulquense se dedicó a exportar sus códigos al resto del país.
Lo hizo gradualmente, destruyendo los cimientos institucionales y capturando al Estado. Se instaló en los municipios y en las delegaciones y en las secretarías federales y en los congresos. El gobierno de y para los ladrones, propulsado por la tercera generación de la tecnocracia.
Ahora sabemos los resultados de esas maquinaciones. El surgimiento de una nueva variante del peculado electoral, que detonó la actual crisis de exgobernadores presos o investigados o prófugos. Ya no el famoso “pase de charola” a la cúpula empresarial como ocurrió en tiempos salinistas, sino el desvío de recursos vía obras públicas concesionadas, empresas fantasma, contratos con universidades públicas por trabajos que nunca se llevaron a cabo. Ya no el fraude abierto, sino la estafa maestra encubierta. Ya no el relleno de urnas, sino la compra del voto.
Los cleptócratas del peñanietismo dejan tras de sí un legado tóxico. Instituciones partidizadas, débiles o capturadas. Estados endeudados y municipios quebrados. Operadores financieros como Alejandro Gutiérrez en Chihuahua que ahora el gobierno federal quiere acallar. Exgobernadores investigados en juicios en Estados Unidos, desde donde proviene información que sigue manchando a todos los cómplices, a todos los involucrados. Una cleptocracia que será difícil desmantelar porque quien llegue al poder –y con pocos contrapesos– podrá montarse sobre ella. El gobierno de los ladrones no se convertirá en el gobierno de los honestos en automático, por buenos deseos o vía la buena voluntad. Habrá que castigar a quienes robaron y también remodelar las instituciones que les permitieron convertirse en Alí Babá y los 40 priistas.
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