Más de 200 mil muertos en 12 años, un número incierto de desaparecidos, superior sin duda a los 70 mil, y cientos de miles de desplazados: este es el resultado de la guerra contra el narco, lanzada por el Presidente Felipe Calderón en diciembre de 2006 y continuada por Enrique Peña Nieto, sin reconocerlo abiertamente, hasta nuestros días.
A estas escalofriantes cifras, propias de una guerra civil, hay que añadir una corrupción que cimbra todos los niveles de nuestra vida pública, una desigualdad obscena y un sistema de justicia en bancarrota, en donde solo el 3% de los delitos se denuncia y, de esta cifra, apenas el 10% culmina en una sentencia firme.
En este escenario, la campaña electoral se ha revelado apática y carente de ideas, con tres candidatos que, por razones opuestas, no ha afrontado el mayor problema del país -esa violencia ciega y esa impunidad para criminales y políticos corruptos que nos convierte en un Estado fallido-, negándose a considerar la legalización de las drogas y olvidando por completo la necesaria construcción de un sistema de justicia confiable, eficaz e independiente: la única receta posible para salir de la catástrofe humanitaria en que nos hallamos sumidos.
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