Durante 2017 el Centro Prodh documentó 29 casos de mujeres que alegaron haber sido torturadas sexualmente. Después de casi un año de trabajo confirmamos que la violación es la herramienta por excelencia en contra de ellas por parte de las fuerzas de seguridad y castrenses. Así, en los 29 casos analizados, en 11 se empleó la amenaza de cometer violación sexual; en tres estaba por consumarse, pero el o los agentes fueron interrumpidos; en otros 15 se consumó y, de éstos, en 12 casos se cometió de forma tumultuaria. Este último fenómeno evidencia el nivel de organización y complicidad que mantiene la violación como una herramienta para suprimir la voluntad de las mujeres.
Cualquier gobierno que pretenda revertir la violencia, desigualdad y discriminación por razones de género —desde el ámbito familiar y privado, hasta los ámbitos públicos, institucionales, escolares, laborales y otros— debe partir de evaluar y resarcir su participación en estas prácticas, ya sea por acción (cuando los perpetradores son actores estatales) u omisión (incluyendo cuando los perpetradores son actores no estatales, pero no existen mecanismos de prevención, protección e investigación). Al día de hoy, por el contrario, el aparato estatal perpetúa prácticas de discriminación y violencia agravada por razones de género —que se verifican tanto en espacios públicos como privados— en un contexto en el que la tortura sexual a mujeres no sólo es tolerada y encubierta, sino que es la herramienta de fabricación de pruebas contra personas inocentes.
Es así que una de las primeras tareas de los nuevos funcionarios electos en julio de este año, así como obligación legal y moral de todas las autoridades actuales y futuras, es dejar de ser un Estado tolerante de la tortura sexual y dirigir sus esfuerzos hacia la prevención, investigación, sanción y plena erradicación de esta forma extrema de violencia y discriminación.
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