La desaparición forzada de personas es uno de los actos más viles que los seres humanos pueden cometer. Es aún peor que el secuestro, porque el dolor se prolonga con la incertidumbre. Al horror padecido por la víctima directa se le acumula el sufrimiento soportado por sus seres queridos. Esa agonía la viven hoy, en México, miles de personas. No exagero.
Para cerrar el círculo del infierno tenemos la actuación de las autoridades. En muchos casos la autoría directa es de los agentes del estado. Sobre todo de policías municipales, pero también estatales y, por supuesto, cuerpos de (supuesta) seguridad federales. En otros eventos las autoridades no tienen una participación protagónica pero los perpetradores cuentan con su aquiescencia. En los sucesos en los que se verifica alguno de estos dos supuestos se puede hablar técnicamente de desaparición “forzada” de personas, porque eso es lo que dicta la ley en la materia. En los demás casos la responsabilidad estatal es distinta porque la desaparición –que no deja de serlo con los espantos que ello implica– sucede por las omisiones estatales, no en virtud de sus acciones.
Pero las autoridades aparecen en escena siempre que las personas denuncian. Cuando eso sucede, al horror y a la ignominia debemos adicionar la maldad y la impunidad. Dejemos que hablen las víctimas: “para que quiere levantar el acta señora, no va servir de nada”; “mire señora, por el bien de su familia así dejemos las cosas”; “nos dijo (tocándose su arma) ‘nosotros tenemos con qué defendernos, ¿pero ustedes?’” Las citas provienen del informe y son sólo un botón de muestra de una actitud constante dentro y fuera de Coahuila.
Margarita, del Movimiento Familias Unidas por Nuestros Desaparecidos, me contó que lo mismo vivieron ella y su familia en Veracruz. Su caso es escalofriante. Primero, secuestraron a su hermano mayor y, después, cuándo acudieron a pagar el rescate, asesinaron a su novio y a su otro hermano de 15 años. Los restos del primero acaban de ser encontrados en una fosa de Colinas de Santa Fe, en aquél estado. Cuándo le pregunto qué buscan con su movimiento, me responde apacible: “Verdad y justicia”. Y cuándo le inquiero qué espera de la sociedad mexicana, me contesta implacable: “Qué no esperen a que les suceda lo que nos sucedió para movilizarse”. Cuánta razón le asiste.
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