Esta farsa que presenciamos evoca lo que T.S. Eliot llamaba «la última tentación», la gran traición: hacer la cosa correcta -aplicar la ley- por el motivo equivocado: tumbar a un adversario electoral. Inaugurar el «Estado de Derecho» con quien ocupa el segundo lugar en las encuestas presidenciales. Aplicar la ley con uno cuando no se aplica a los demás. Quizás las acusaciones lanzadas contra Ricardo Anaya sean merecidas. Quizás ha hecho todo aquello que los priistas le imputan. Quizás por ello no merezca ser Presidente y no debería llegar a Los Pinos. Pero esa decisión no le corresponde a Enrique Peña Nieto ni a José Antonio Meade ni al procurador ni a los periodistas que han diseminado alegremente las acusaciones sin comprobarlas. Esa decisión no es suya. Es nuestra, de los votantes, con el derecho de votar en su contra si queremos.
Lamentable entonces lo que estamos viviendo y permitiendo, un déjà vu político. La mentira abierta, la hipocresía disfrazada, la diseminación de videos desde la PGR, las investigaciones a velocidad supersónica en torno al presumido lavado de dinero, cuando los casos de Odebrecht o la Casa Blanca o Ayotzinapa o el espionaje a periodistas o el socavón o los múltiples expedientes de desvíos con recursos públicos han sido archivados. A la par de campañas mediáticas -pagadas con nuestros impuestos- para convencernos de la legalidad de sus acciones, de la pureza de sus motivos, la defensa del «interés público». Pues si es así, que lo demuestren. Si la investigación a Anaya es sobre la aplicación estricta de la ley, que lo constaten. Que la PGR comience inmediatamente a investigar a Rosario Robles por los desvíos multimillonarios de Sedesol, a Gerardo Ruiz Esparza por el socavón y el NAIM, a Emilio Lozoya por Odebrecht. Que el rasero de la legalidad sea el mismo para todos, y no el de una PGR palera del PRI.
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