Hace un año, obligada por una sentencia judicial y tras un litigio de una década, la PGR pidió perdón a tres mujeres indígenas que diez años atrás había incriminado injustamente en un secuestro.
La disculpa pública que el Estado ofreció a Jacinta, Alberta y Teresa trajo importantes cambios en las vidas de las mujeres hñahñü.
Hoy, Alberta Alcántara Juan camina tranquilamente por la calle de su pueblo sintiéndose reivindicada en su inocencia. La hija de Teresa González Cornelio ha sido recibida con aplausos por los mismos compañeritos de clase que le preguntaban, hace un tiempo, por qué había nacido en la cárcel. Por su parte, Jacinta Francisco Marcial se ha visto reafirmada en su papel de líder moral de su comunidad, Santiago Mexquititlán, Querétaro.
Estos cambios han sido posibles gracias a que el acto de reconocimiento de responsabilidad fue en efecto reparador, al ponerlas a ellas y a sus necesidades en el centro: se realizó en un lugar simbólico para reconocer su pertenencia a un pueblo indígena; fue encabezado por la más alta autoridad de la PGR; e hizo de su voz, tantos años tachada de mentirosa, la protagonista del acto.
Restituir a las víctimas de violaciones a derechos humanos a un estado parecido al que se verificaba antes del abuso, es la aspiración de cualquier medida de reparación del daño que se plantee desde la integralidad. Y en los actos de reconocimiento de responsabilidad y disculpa, como parte de esta visión integral de la reparación, lo esencial es la participación activa de las víctimas. Esto ocurrió en los casos de Jacinta, Teresa y Alberta; de ahí que los cambios en sus vidas sean positivos.
Pero además de los impactos personales de la disculpa, el acto realizado hace un año tuvo otras implicaciones dado el peculiar contexto mexicano. Hay que aquilatar sus resonancias para con el sistema de justicia en México.
El hecho de que en los principales medios de comunicación se replicara la imagen de una Procuraduría que pide disculpas y que reconoce sus errores fue altamente simbólico. Que la cabeza de la institución reconociera las afectaciones causadas a ciudadanas inocentes y vulnerabilizadas, se conviritó en un potente mensaje sobre la posibilidad de alcanzar la justicia en un país donde la impunidad es crónica.
No es que un solo evento revierta mágicamente las fallas y las malas prácticas de la institución encargada de perseguir los delitos, pero sin duda es un salto cualitativo el que el Estado reconozca su responsabilidad en las violaciones a derechos humanos y que las víctimas se vean en libertad de decir lo que quieran durante la ocasión. Sobre todo porque esto último no había sucedido en otros actos de disculpa pública, que paradójicamente habían causado a las y los agraviados nuevos daños por permear en su diseño el intento de minimizar la gravedad de lo ocurrido o de ocultarlo de la opinión pública.
Hace un año, Jacinta, Alberta y Teresa, acompañadas por el Centro Prodh, abrieron camino hacia nuevas rutas de reparación integral del daño para las víctimas de violaciones a sus derechos humanos. Ellas, sin ánimo de venganza, demostraron a las autoridades que escuchar a las víctimas es la base para asentar una relación respetuosa y mínimamente reparadora; para generar una justicia verdaderamente restaurativa.
Cuando en México exista una #Fiscaliaquesirva, casos como el de Jacinta, Teresa y Alberta deberían empezar a dejar de suceder. Pero en tanto eso no ocurra y dado que el rediseño del sistema de justicia es una tarea de largo plazo, es imprescindible que las procuradurías reconozcan los daños que aún causan y que se disculpen públicamente con las víctimas que su negligente actuar causa. Esta exigencia continuará, como lo dijo Estela la hija de Jacinta durante el acto que a un año hoy evocamos, hasta que la dignidad se haga costumbre.
*Artículo publicado originalmente en Animal Político