Hace tiempo que quedó atrás la vieja tesis de que las muertes que dejaba la guerra contra el narco constituían un fenómeno lateral y al margen de la vida diaria de las personas “comunes y corrientes”. En la medida en que el crimen organizado tomó el control de las ciudades para la distribución de droga al menudeo, nada impidió que migrara a otras actividades ilegales igualmente rentables. La misma estructura que había montado para corromper al policía de barrio y a la autoridad local o someter al dueño de un antro o una discoteca, permitió a los cárteles y sus infinitas fracciones ejercer con plena impunidad la ordeña de los ciudadanos en todas las modalidades posibles.
El resultado es un sistema judicial quebrado, una policía infiltrada y corrupta, una clase política desbordada que hace tiempo decidió ignorar el problema.
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