Hace algunas semanas estuvo en México el titular del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). En la conferencia de prensa que dio al término de su visita, afirmó haber escuchado «historias de increíble violencia que me rompieron el corazón», refiriéndose a los abusos que se cometen contra los migrantes. Lamentó las precarias condiciones y la escasez de recursos con que trabaja la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) y dijo lo que todos los mexicanos sabemos y que suponemos que los de afuera no saben: que nuestro país «tiene buenas leyes, incluso muy buenas en algunos aspectos, pero la implementación es un área que nos preocupa», y agregó: «El reto es llevar las buenas intenciones al terreno, a la práctica».
Lo que una vez más se evidenció, es la ambigüedad respecto a los refugiados que caracteriza a nuestra sociedad y a nuestros gobiernos.
Los pocos africanos que hay aquí se quejan de discriminación y cuando sucedió el gran éxodo sirio que conmovió al mundo, aquí se recibió solamente a unos cuantos estudiantes. Y, sin embargo, se acostumbra decir que México es receptor de refugiados y muchos funcionarios se adornan con ese discurso.
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