Hay que tener mucha cara, o mucho cinismo, para pasar estas semanas previas a destapes y selecciones de candidatos en una especie de concurso para ver quién es más corrupto entre todos los partidos y sus aspirantes.
Nadie podrá recordar, en los últimos lustros, algún funcionario de verdadero alto nivel en funciones procesado por corrupción. Y eso crea otra distorsión: esta idea tan de moda en los últimos meses que lo que importa es la honestidad personal. Algo así como: sí, sí, todos son bien transas, pero él o ella nunca lo han sido. Lo cual, según esa versión, los hace, ahora resulta, casi heroicos. Pero olvidan que todos ellos y ellas y su grupo compacto han tenido puestos de responsabilidad durante los últimos 10 o 15 años donde la fiesta de la corrupción ha sido imparable. Y a ninguno se recuerda ni denunciando ni renunciando ni haciendo demasiado para detenerla. El silencio, la omisión, es una forma de corrupción, más allá de lo que se tiene en el banco.
Por eso es que quienes gobiernan, en todos los niveles, huyen de lo sistémico, lo estructural. El fortalecimiento real de los controles institucionales, la rendición de cuentas, los aparatos de procuración de justicia.
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