La corrupción y la falta de paz están directamente vinculadas. Esta no es una suposición que procede del sentido común, sino una relación que ha sido estudiada en decenas de países, incluido el nuestro. Por consiguiente, pretender erradicar las condiciones de violencia que vivimos sin entrar a fondo en esa compleja relación, resultará siempre un esfuerzo sin mucho futuro.
Hay que comprender que en países como el nuestro, esa corrupción es sistémica. En un sistema, las partes afectadas —cualesquiera que éstas sean— terminan por impactar al todo. En palabras simples, los actos de corrupción que afectan a cualquier área del gobierno (o a las empresas, o a cualquiera de los sectores sociales), no se encuentran desvinculados de otros actos de corrupción, como, por ejemplo, en las policías. Por consiguiente, si pretendemos construir bases sólidas para la paz estructural, entonces cualquier esfuerzo para combatir desde su raíz a la corrupción es un paso adecuado en esa dirección. De otra forma, la captura, encarcelamiento o eliminación de cabezas criminales, o el desmantelamiento de sus bandas y organizaciones, resultarán siempre insuficientes.
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