La tortura en nuestro país es una práctica generalizada, que permea a todo el sistema de seguridad pública y de procuración de justicia. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad 2016 —recientemente dada a conocer por el Inegi— 75.6 por ciento de las personas que se encontraban privadas de la libertad en ese año sufrió algún tipo de violencia psicológica durante el arresto.
Y sin embargo, la tortura constituye una práctica ilegal proscrita universalmente. Su prohibición es inequívoca, incondicional y absoluta, en tanto no admite excepción ni limitación alguna, ni siquiera en circunstancias que constituyan un peligro o emergencia pública, por lo que sencillamente no está entre las herramientas con que cuenta un Estado para proteger a sus ciudadanos. Su uso acaba con la noción de debido proceso, deslegitima el sistema de impartición de justicia y frustra los fines de la seguridad pública. Se trata, además, de una práctica contraria a la idea mínima de dignidad humana y en tal sentido es contraria a la esencia del Estado democrático.
El uso generalizado de la tortura y el abuso de la prisión preventiva hacen del sistema de impartición de justicia una simulación de la que las principales víctimas, como siempre, son las personas más vulnerables de nuestra sociedad. Un sistema de justicia en el que el uso de la tortura no sea definitivamente desterrado no es digno de llevar ese nombre. Es fundamental que en la operatividad del Nuevo Sistema de Justicia Penal la abolición de la tortura sea una política pública inequívoca, con la que todos los órganos del Estado estén comprometidos.
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