Es curioso que hoy se hable del sistema de justicia penal anterior con añoranza, como si se tratara de uno eficaz, eficiente y guiado por la equidad, cuando en realidad era (es) fundamentalmente ineficaz, ineficiente, opaco y violento. Se trata de un sistema burdamente injusto y, en muchos sentidos, criminal.
En este sistema, una persona puede ser acusada falsamente, permanecer años encarcelada sin sentencia (en prisión preventiva) para luego ser liberada por falta de pruebas. O puede ser sentenciada por años teniendo como única prueba una confesión obtenida con golpes y/o amenazas. El sistema nunca ha dado pruebas de culpabilidad sino de pobreza. Sanciona sistemáticamente a personas con características parecidas: jóvenes que vienen de contextos marginados, sin oportunidades económicas o sociales. En suma, se trata de un sistema penal caro que, sin rendir cuentas, ha sancionado la pobreza y el descontento social, no a quien infringe la ley.
El discurso que impulsa la vuelta atrás del sistema acusatorio no es nuevo. Es el mismo que empuja la Ley de Seguridad Interior y que en su momento impulsó la miscelánea penal. Es la lógica que afirma que para tener seguridad se debe renunciar a ciertos derechos y que contrapone la seguridad con la Constitución. Ni la impunidad ni la falta de policías y fiscales capacitadas son el problema. El problema son los derechos. Lo relevante es mantener creíble la amenaza de un sistema que sanciona con fuerza, aunque sea discrecionalmente y sin legalidad. ¿A quién conviene que el sistema se mantenga como está? ¿A quién conviene la impunidad como eje del sistema que queremos abandonar?
*Lea el artículo completo en El Universal