Estas palabras son un homenaje póstumo. Un grito de rabia. Un manotazo de frustración. Un reconocimiento a los periodistas exiliados, escondidos, desaparecidos, asesinados, golpeados, atemorizados. Los que -como Javier Valdez- han ido por la vida «pariendo historias» a pesar de la cesura y los cañones oscuros. Los que terminan como él, abatido por doce balazos, tirado en la calle, al lado de su sombrero ensangrentado. Los héroes verdaderos, animados por la insumisión, con el sueño quebrado pero vigente de hacer de México un país mejor. Los que hacen periodismo y punto. A pesar del miedo, a pesar de las mordazas metafóricas y reales, a pesar del olor a sangre que los persigue dondequiera que van. Hoy va una caravana, un puño alzado, un canto a ellos a pesar de las punzadas en el pecho.
Va entonces un reclamo a la sociedad que no acompaña a sus periodistas como debería. Una sociedad pasiva que no se indigna y no se moviliza y no reclama como sería necesario para proteger a los que trabajan creando un poco de conciencia, un recoveco de sensibilidad en los ojos y en el alma. Una sociedad anestesiada que no honra a quienes reportean desde el abismo y mantienen vivo un pedazo de voz, despiertos frente a las teclas. Va entonces un tributo tardío a las manos temblorosas pero vivas que señalan el silencio obligado. A los periodistas que nos recuerdan con su trabajo el dictum de Javier Valdez: «Dejar de escribir sería morir». Él ha dejado de hacerlo pero en su nombre, su oficio debe seguir. La tarea de redactar la verdad, desnudar el discurso oficial, evidenciar el mitin, fotografiar la compra del voto. Javier y Miroslava y Rubén y Gregorio y tantos nombres más. He aquí la promesa de que no se apagará la garganta de la noche; he aquí el compromiso de aferrarnos a eso que ustedes dejan tras de sí. Un pellejo de esperanza. Sí.
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