Con el nacimiento del Sistema Nacional Anticorrupción (SNA) llegaron grandes expectativas. Las reformas legales, derivadas de un gran esfuerzo ciudadano, generaron una atmósfera de esperanza en medio del desamparo. El simple hecho de hablar de anticorrupción suponía el reconocimiento de un grave problema nacional.
A pesar de los pesares y de los grandes escándalos de corrupción de los que hemos sido testigos en este sexenio, las nuevas instituciones, las designaciones y la posibilidad de una efectiva coordinación, hizo del SNA una promesa que encausó la imaginación de un mundo paralelo: altos funcionarios, gobernadores, secretarios de Estado, congresistas, jueces y magistrados bajo proceso por desvío de recursos; por la compra de favores o de imagen; por miles de millones de pesos que se convirtieron en casas de campo o mansiones en el extranjero.
Sí, la teoría del SNA nos permite imaginar un México distinto. Pero desgraciadamente las letras no son suficientes para hacer un cambio. Por eso era y es tan importante hablar de las designaciones de cada uno de los cargos que lo integran. Sin perfiles idóneos a la cabeza de las instituciones que lo conforman es difícil hablar de efectividad y eficiencia, muy por el contrario, perfiles afines a los interés del poder, son muestra de engaño y simulación.