*No se trata, como se ha querido presentar, de un tema de percepciones o conspiraciones: los datos duros y las observaciones de mecanismos internacionales de vigilancia de los derechos humanos así lo demuestran.
Ciudad de México, 10 de diciembre de 2016. En un país inmerso en una crisis inédita de violencia y faltas a las garantías más fundamentales, el Día de los Derechos Humanos –que se celebra el 10 de diciembre- no puede ser un mero acto de conmemoración; es un día que nos recuerda lo alejados que estamos de los estándares que debería cumplir un país que se pretenda democrático. No se trata, como se ha querido presentar, de un tema de percepciones o conspiraciones: los datos duros y las observaciones de mecanismos internacionales de vigilancia de los derechos humanos así lo demuestran.
Cuatro son los factores que caracterizan el momento actual de crisis: la existencia de graves violaciones a los derechos humanos –como tortura, desaparición y ejecuciones extrajudiciales-, la impunidad sistemática que vive el país, los altos índices de corrupción y la macrocriminalidad que padecen regiones enteras de México.
Después de visitar el país, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) “constató en terreno la grave crisis de derechos humanos que vive México, caracterizada por una situación extrema de inseguridad y violencia; graves violaciones, en especial desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales y tortura; niveles críticos de impunidad y una atención inadecuada e insuficiente a las víctimas y familiares”.
Por su parte, el Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (OACNUDH) advirtió que “hay un amplio consenso nacional, regional e internacional sobre la gravedad de la situación actual de los derechos humanos en México”.
Las dimensiones de la crisis son patentes si se revisan las cifras de violaciones graves a derechos humanos, de dimensiones comparables a los entornos con conflictos armados internos.
Respecto a las desapariciones, sin incluir la cifra negra, los datos oficiales reconocen ya más de 28 mil registros, que aumentan a un ritmo de once desapariciones al día. El Comité contra las Desapariciones Forzadas (CED) de la ONU advirtió que la desaparición se aplica de manera generalizada en gran parte del territorio mexicano y que muchas de ellas podrían calificarse como desapariciones forzadas, es decir, cometidas por agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado.
En cuanto a la tortura, la propia Procuraduría General de la República (PGR) ha reconocido cifras que implicarían al menos seis casos diarios en el ámbito federal. En un cálculo conservador, proyectando los números al fuero común –donde se ventilan la mayor parte de los juicios penales- podríamos hablar de que anualmente acontecen en México cerca de 10 mil casos de tortura y/o tratos crueles, inhumanos o degradantes. Esto se corrobora en el informe de la visita a México del entonces Relator Especial de la ONU sobre la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Juan Méndez, quien indicó que esta grave violación es de uso generalizado en diversas partes del país tanto por policías municipales, estatales y federales como por las fuerzas armadas. El relator constató que la tortura sigue siendo un método de investigación entre la detención y la puesta a disposición de la personas detenidas.
Por lo que toca al clima de violencia y ejecuciones a manos de autoridades formalmente instituidas, persiste un clima de generalizada incapacidad del Estado para garantizar el derecho a la vida, como lo afirmó el relator de la ONU en la materia, Christoph Heynes. El sexenio actual podría terminar con cerca de 130 mil asesinatos.Tan sólo entre los años 2007 al 2015 se reportaron 152 mil muertes violentas que por mucho exceden cifras que son propias de conflictos bélicos. Más específicamente aludiendo a las privaciones arbitrarias de la vida atribuibles a la acción directa de agentes estatales, estudios académicos han podido determinar –mediante la metodología del índice de letalidad- que las policías, el Ejército y la Marina están empleando la fuerza letal de manera desproporcionada. Casos como Tlatlaya, Tanhuato, Apatzingán y La Calera, entre otros, hacen patente esta preocupación.
Esta alarmante concurrencia de graves violaciones a los derechos humanos no se explicaría sin un elemento que alienta su repetición y crecimiento: la impunidad.
El 98% de los delitos cometidos y denunciados quedan sin resolver, y las graves violaciones a derechos humanos no son la excepción. La corrupción, por su parte, continúa a la alza. En el Índice de Percepción de Corrupción de 2015, México se ubicó como el país con la puntuación más baja entre los 34 integrantes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Estudios del Banco Mundial (Worldwide Governance Indicators: Control of corruption) dan cuenta que la suma de la corrupción política y la económica podría significar el 9% del PIB en nuestro país.
La macrocriminalidad que azota amplias zonas del país se caracteriza por los vínculos entre el poder político y el crimen organizado que victimizan a miles de personas y se traducen en la cooptación de parcelas del Estado. Esto, aunque el Gobierno Federal insista en negarlo, trasciende por mucho el nivel municipal. Tragedias como Ayotzinapa y Tierra Blanca sólo se explican en este contexto de macrocriminalidad.
Pero más allá de los números, la crisis de graves violaciones a derechos humanos que generan la impunidad, la corrupción y la macrocriminalidad se traduce en cuotas inconmensurables de dolor. Nos lo enseñó el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad y nos los volvió a recordar la explosión de rostros sufrientes que siguió a la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa. Nos lo resumió terriblemente hace poco una víctima cuando le oímos decir: “Vivo en un país donde una madre es afortunada si encuentra a su hijo desaparecido en una fosa clandestina”.
Frente a esta realidad de atrocidades, el reto de revertir la crisis de derechos humanos es inmenso. Pero hoy contamos con insumos relevantes para trazar ese camino. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos formuló una serie de recomendaciones fundamentales, que recientemente ha hecho públicas. El Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), nombrado para el caso Ayotzinapa por la CIDH, dejó también un legado de propuestas de cambio estructural que podrían transformar la cara de la justicia mexicana.
En esencia, esta ruta supone activar simultáneamente cinco pistas de acción: repensar la política de seguridad, fortalecer el marco normativo, transformar la procuración de justicia, esclarecer los casos emblemáticos de la impunidad y profundizar la cooperación internacional.
Pero desde el ámbito oficial, empeñado aún en disputar el diagnóstico sobre la crisis atribuyéndolo a una sobreexposición de México a la supervisión internacional y al muy citado “mal humor social”, este impulso no sólo no se ha activado sino que incluso se presentan amenazas de retroceso.
En cuanto al debate sobre el modelo de seguridad, recientemente hemos cumplido diez años de la denominada “Guerra contra el crimen organizado”, la cual a todas luces ha fracasado: la violencia no ha disminuido, las instituciones policiales no se han fortalecido y, como se advirtió, la impunidad es generalizada. Pero en vez de acometer con seriedad el diseño de un programa de retiro paulatino de las Fuerzas Armadas de las tareas de seguridad -como lo han propuesto los mecanismos internacionales en la materia-, se reaviva la idea de generar un marco legal ad hoc para el Ejército y la Marina normalizando el estado de excepción bajo el concepto de la seguridad interior. La prioridad debe estar puesta en reformar democráticamente a las instituciones civiles de seguridad.
Respecto del fortalecimiento del marco jurídico de derechos humanos, todo parece indicar que de nuevo concluirá otro período legislativo sin que se aprueben las Leyes Generales en materia de Tortura y Desaparición Forzada, pese a que su adopción se anunció desde 2014.
Por cuanto hace a renovar el rostro de la justicia, aún está por acreditarse la disposición del Ejecutivo y de los partidos políticos para abrir genuinamente el debate en torno al diseño de la Fiscalía General de la República, fundamental en la agenda de combate a la impunidad. En este tema, gracias a la presión de la sociedad civil, fue necesario que se presentara una iniciativa de reforma constitucional -por cierto aún no dictaminada ni votada- para disminuir la amplia percepción de que esa institución nacería con la autonomía acotada. Sólo mediante un proceso abierto y participativo se logrará contar con un diseño institucional que asegure la autonomía, independencia e imparcialidad necesarias.
Qué decir sobre el esclarecimiento de los casos emblemáticos: Ayotzinapa muestra el tamaño del rezago. El paradero de la totalidad de los estudiantes desaparecidos no ha sido esclarecido y las irregularidades verificadas en la investigación no han sido sancionadas, pese a los intentos de algunos funcionarios honestos. Tlatlaya, por señalar otro ejemplo entre muchos, continúa en la más oprobiosa impunidad. La lista sería interminable, basta recordar que tenemos más de 28 mil personas desaparecidas a las que se debe garantizar la verdad y la justicia.
Finalmente, la cooperación internacional no se ha profundizado. El modelo del GIEI no se ha replicado en un esquema permanente que ayude a incorporar las mejores prácticas regionales para revertir la impunidad. Por otro lado, la posición de México frente al sistema internacional de derechos humanos sigue siendo ambivalente. El funcionamiento del Mecanismo Especial de Seguimiento en el caso Ayotzinapa, la inminente visita del Subcomité sobre la Tortura a México y el conocimiento de los casos Atenco y Alvarado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en 2017 pondrán a prueba la apertura de México a la supervisión internacional. Los contextos de macrocriminalidad en donde la institucionalidad del Estado está prácticamente diluida apuntan a la necesidad de construir mecanismos extraordinarios de combate a la impunidad como ha sucedido en otros países, siendo Guatemala el ejemplo más cercano.
En suma, a dos años de que finalice el sexenio falta que el Estado reconozca la magnitud de la crisis para transitar hacia una salida democrática y acorde con los derechos humanos. El Ejecutivo no termina de aceptar el diagnóstico, acuerpado por su partido, pero en el resto de las fuerzas políticas tampoco es distinguible una plena y generalizada aceptación del tamaño de la crisis. Hoy por hoy, la mayor oposición política a prácticas regresivas de derechos parece provenir más de la sociedad civil organizada que de los partidos políticos.
Este contexto plantea un reto de enormes proporciones para la sociedad, y en especial para las organizaciones dedicadas a la defensa y promoción de los derechos humanos. En medio de ese panorama oscuro, la esperanza brota sin duda de los grupos de víctimas y familiares, que actúan como activistas, abogados, redes de apoyo e incluso investigadores con sus búsquedas en campo; de los trabajos periodísticos independientes que dan rostro a las víctimas y narran sus historias; de las y los académicos que orientan sus investigaciones a la promoción de la justicia; de las y los jóvenes que nacen a la vida política en marchas e intervenciones artísticas con las que defienden y reivindican la dignidad de todas las personas; de la solidaridad internacional con la sociedad civil mexicana.
La crisis de derechos humanos en México no ha sido superada y el panorama no es alentador. Al recibir la Medalla Belisario Domínguez, ya en medio de estos años de violencia sin fin, Miguel Ángel Granados Chapa avizoró la hondura del momento y dijo: “No es que la sociedad mexicana carezca de experiencia ante las crisis, la ha adquirido a fuerza de golpes, de caer y levantarse, de deplorar lo perdido y comenzar de nuevo, pero pocas veces en la historia habían convergido adversidades de tan distinta índole y semejante gravedad”. Al mismo tiempo, señaló: “percibimos que la energía social de los mexicanos es capaz de enfrentar esas adversidades con fortuna, sobre todo si utiliza nuevos instrumentos o de modo diferente emplea aquellos de que la República se dotó desde la hora de su fundación”. Los derechos humanos, hoy en México, hacen parte de esos instrumentos que hay que utilizar para hacer frente a la noche; en ponerlos al servicio de los más excluidos y victimizados se juega, en buena medida, la posibilidad de enfrentar con fortuna este momento adverso. Recordarlo así este 10 de diciembre es una manera digna de conmemorar el Día de los Derechos Humanos.
*Artículo de Mario Patrón Sánchez, director del Centro Prodh, publicado en Proceso