*Ha sido precisamente la obstaculización de la investigación y las irregularidades en el proceso legal uno de los punzones más dolorosos para las familias.
Ciudad de México, 26 de septiembre de 2016. Un día con un ser querido extraviado es un suplicio. Multiplicar esa zozobra por 730 días y a su vez por 43 familias, y sumar a ello el dolor causado por la ejecución de seis personas en un contexto de impunidad generalizada, apenas nos puede dar una idea de lo que han enfrentado las familias de Ayotzinapa hasta el día de hoy. Es ese sufrimiento inconmensurable lo que las hace -nos hace- volver a las calles este 26 de septiembre, reclamando que sí existe una ruta para esclarecer lo sucedido en Iguala y que es impostergable comenzar a transitarla.
Es justo reconocer que las luces que se han encendido en dos años, siempre gracias a la tenacidad de madres y padres, no son suficientes para dar consuelo a quien lo único que quiere es dar con el paradero de su hijo y que se haga justicia. No quieren más, pero tampoco aceptarán menos.
A más de 700 días de los hechos del 26 y 27 de septiembre, no sabemos aún dónde están los 43 jóvenes. La teoría del caso enarbolada mucho tiempo por el Gobierno Federal no resistió el examen científico independiente y serio del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) y el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF). Las líneas de investigación ajenas al sesgo confirmatorio impreso en la indagatoria desde el inicio apenas comienzan a ser seguidas. La tecnología LIDAR, el seguimiento a los teléfonos celulares y la búsqueda en terreno guiada con información de inteligencia se están emprendiendo a dos años de los hechos y aún habrá que esperar tiempo para ver los resultados. Así, la verdad se muestra esquiva para estas familias indígenas y campesinas que han movido a México desde el 26 de septiembre de 2014.
Por otra parte, no todos los presuntos responsables identificados de las desapariciones forzadas, ejecuciones y tortura están rindiendo cuentas ante los tribunales; además, las deficiencias en las integraciones de las averiguaciones y las irregularidades en el proceso legal alejan aún más la posibilidad de acceder a la justicia. Ni siquiera se ha iniciado un solo juicio por desaparición forzada.
Y ha sido precisamente la obstaculización de la investigación y las irregularidades en el proceso legal uno de los punzones más dolorosos para las familias. Los funcionarios responsables de desviar la verdad y alejar la justicia no han sido sancionados -lo que sí ocurriría en cualquier otro país que se precie de democrático-, y las familias encuentran difícil confiar en las investigaciones mientras los responsables de que su calvario se prolongue ya dos años sigan despachando en las instituciones, cualquiera que sea su área.
Por otra parte, México no ha aprendido de las lecciones que dejó Iguala. Las garantías de no repetición han sido ignoradas. Por ejemplo, miles de familias y organizaciones siguen reclamando que se les incluya en la propuesta de Ley General para Prevenir, Investigar y Sancionar las Desapariciones.
Ni siquiera la atención internacional que trajo esta grave violación a los derechos humanos contra una masividad de víctimas de sectores vulnerables logró que se abatieran los índices de criminalidad no ya digamos en México, sino en Guerrero y en Iguala. Los homicidios vinculados a la delincuencia organizada se han incrementado, la violencia afecta a la población en general y las estructuras de complicidad entre carteles y funcionarios públicos siguen intocadas.
Frente a este oscuro panorama, hay que reivindicar que sí es posible revertir la inercia de ineficiencia e impunidad y dar con el paradero de los 43 -y ayudar a que lo mismo ocurra con los miles de desaparecidos que son buscados por sus familias. La hoja de ruta la marcó el GIEI.
Además de las recomendaciones estructurales dadas por el grupo, para el caso Ayotzinapa los pasos están claros: es urgente profundizar las líneas de investigación diversas con una perspectiva de macrocriminalidad, lo que implica dejar de forzar las explicaciones para que se reduzcan al ámbito de una complicidad municipal, y ampliar la indagatoria hacia otros niveles de poder; además, se tienen que guiar los trabajos por el uso de tecnología y por pruebas objetivas.
Y como lo ha demostrado la experiencia previa en este caso, es indispensable garantizar la apertura y cooperación internacional para la investigación. Con el importantísimo trabajo previo que hizo el GIEI para diagnosticar las fallas estructurales y encaminar las pesquisas del caso, ahora es necesario que el Mecanismo Especial de Seguimiento de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) comience sus trabajos a la mayor brevedad posible y se eviten los obstáculos que entorpecieron el trabajo del GIEI, especialmente en su segundo periodo de trabajo, cuando se le acosó con difamaciones e incluso se les impidió incluso entrar a los reclusorios a entrevistar de nueva cuenta a los detenidos.
Para que estos pasos se materialicen es vital el impulso que surge de la unidad y la fortaleza demostrada por las familias de las víctimas. La historia reciente de México ha demostrado que es el empuje de las familias de las personas desaparecidas -como lo atestiguan las miles de historias de madres, padres, hermanos y tías que se han vuelto investigadores, abogadas y rastreadores- y la sociedad civil el que acercará la verdad y la justicia.
Los pasos correctos que se han dado deben dar lugar ya a resultados concretos. Para las familias, un día es insoportable; dos años son un viacrucis que nadie debería transitar. La verdad y la justicia son, pese al oscuro panorama, aún posibles.
*Artículo publicado originalmente en Animal Político.