Atrás quedó el discurso oficial que, tratando de vender a toda costa la Reforma Energética –hoy cercana a los dos años de implementación– prometió fortalecer a la Comisión Federal de Electricidad (CFE) y a Petróleos Mexicanos (Pemex) para hacerlas empresas “de clase mundial”, productivas, eficientes y competitivas.
Lejos también se ve la palabra empeñada de que los mexicanos tendríamos tarifas bajas de electricidad y combustibles, energía abundante, aumento en la producción de petróleo y gas, creación de empleos y, como consecuencia, crecimiento económico.
Ahora, en los últimos cuatro días, el Gobierno federal asestó a los consumidores mexicanos –los grandes y los pequeños– alzas en las gasolinas y en las tarifas eléctricas, que ponen en evidencia que la reforma no ha hecho sino dejar en mayor indefensión a los usuarios, en particular a los mexicanos sumidos en la pobreza, que ya son la mitad de la población.
Ahí se han abierto ahora nuevos conflictos entre empresas privadas y los propios gobiernos federal y locales con pueblos indígenas, comuneros, ejidatarios y pequeños propietarios, que se niegan a ser despojados a la mala de sus tierras.
Y esa resistencia a los megaproyectos eléctricos está siendo una suerte de contagio por todo el país, ante comunidades cansadas de abusos, destrucción ambiental de sus recursos naturales y presencia del crimen organizado.
En fin que más que avanzar hacia un equilibrio, la reforma privatizadora –que apuesta por un mercado que se mueve por la oferta y la demanda, y altamente especulativo– ha resultado una historia llena de fantasía. (Sin Embargo).