Esta necesidad, empero, ha sido ignorada por el Ejecutivo federal y por el Poder Judicial de la Federación. Lejos de impulsar la justicia, ambos poderes se han abocado a consolidar la impunidad. El caso Tlatlaya, cuyo segundo aniversario conmemoramos en días pasados, es ejemplo de ello. Los hechos son conocidos: la noche del 29 de junio de 2014 elementos del 102 Batallón de Infantería se enfrentaron a un grupo de personas guarecidas en una bodega de dicha localidad. Entre estas personas se encontraban presumiblemente algunos integrantes de un grupo delictivo, así como otras retenidas en el sitio contra su voluntad, incluidos menores de edad. Después de la refriega, los militares entraron a la bodega, pero en vez de liberar a quienes estaban privados de la libertad y de detener a quienes podrían encontrarse cometiendo algún delito flagrante, para ponerlos a disposición de inmediato de una autoridad civil, cometieron un número indeterminado de ejecuciones extrajudiciales. No actuaron como una fuerza de seguridad obligada a respetar los derechos humanos y a conducir a quienes pudieron cometer un crimen ante las autoridades competentes, sino como una fuerza de guerra facultada para usar indiscriminadamente la fuerza letal contra quienes son considerados enemigos. Las ejecuciones fueron encubiertas por los propios mandos militares y las autoridades mexiquenses –incluido el gobernador–, así como por la Procuraduría General de la República (PGR).
Dada la evidente gravedad del caso, y su carácter icónico, era de esperarse que la actuación de las instituciones de procuración de justicia fuera pulcra y expedita. Era de esperarse que Tlatlaya no quedara en la impunidad, como tantos otros casos de graves violaciones a derechos humanos, pero esta expectativa ha sido defraudada. A dos años de los hechos, no hay ningún militar procesado por la masacre. Recientemente, un magistrado de oscuro historial revocó el auto de formal prisión que les había sido dictado a los mílites acusados de homicidio, invocando criterios inusuales que difícilmente aplicaría a civiles acusados por crímenes similares. El resultado es que hoy Tlatlaya se ha topado con la impunidad castrense. Por el contrario, hay que denunciar los intentos de revictimización contra Clara Gómez González, sobreviviente de los hechos y madre de la también víctima menor de edad Erika González, sin cuyo valiente testimonio no habría podido salir a la luz la verdad, pero el caso está lejos de estar cerrado. La PGR puede corregir las deficiencias de su investigación y acusar nuevamente a los responsables. Habiendo emitido una recomendación en la que estima probadas las ejecuciones, la CNDH está llamada a vigilar que esto suceda. Las temerarias denuncias presentadas contra el ombudsman por actores afines al estamento militar no deben arredrar a la comisión del cumplimiento de esta tarea. El caso Tlatlaya sigue abierto. (La Jornada)