2016, temporada de ataques en contra de defensores de derechos humanos. Tantos en tan corto plazo que resulta imposible no pensar mal. Primero se desató la campaña mediática que tuvo como objetivo a todos y cada uno de los integrantes del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI); luego las baterías apuntaron a la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos A. C. (CMDPDH), acusada en falso de cobrar comisión a presuntos secuestradores liberados, y la semana pasada se supo de una denuncia en la PGR en contra de Emilio Álvarez Icaza por supuesta malversación de fondos. ¿Demasiadas casualidades? El sábado El Universal daba cuenta de otra “casualidad”. El gobierno federal, informaba ese diario (http://eluni.mx/1UQ1c6Z), no encontró espacio en la agenda para permitir a Juan Méndez, relator especial de la ONU para la tortura, visitar México.
El Senado de la República estudia un proyecto de ley en contra de la tortura, uno de los compromisos de Enrique Peña Nieto luego de los hechos de Ayotzinapa. Para organismos como la CMDPDH esa legislación debería ser clara en las consecuencias del mismo: en que debería ordenarse desde el principio la exclusión de toda prueba obtenida, directa o indirectamente, a partir de cualquier acto de tortura o tratos crueles. Para Isabel Miranda de Wallace, una redacción de esa índole abre demasiado la “carretera” a los presuntos criminales (la titular de Alto al Secuestro hizo declaraciones al respecto a Gómez Leyva el 8 de marzo en Radio Fórmula).
La denuncia de torturas es un elemento de los reportes de Méndez, de la CIDH (es decir, Álvarez Icaza), de la CMDPDH y del GIEI… ¿si atacan a los denunciantes de esa práctica es porque el gobierno no puede darse el lujo de cortarse los brazos que torturan? ¿Porque además no puede darse el lujo de poner en riesgo a los mandos que permiten (quizá sería mejor decir “alientan”) la tortura? (El Financiero)