• Entrevista con las mujeres indígenas acusadas del “secuestro” de Afis.
Por Paulina Rivas Ayala
México, DF, 25 feb 10 (CIMAC).- “Cuando me dieron la noticia de la nueva sentencia de 21 años de cárcel, me quedé bloqueada, lo único que pasó por mi mente fue mi hija, ¿Cómo va a crecer aquí?”. De cumplir con su nueva condena Teresa González Cornelio, se tendría que separar de su hija Jazmín, actualmente de un año de edad, cuando ella cumpla 5, es decir, cuando Teresa cumpla 30.
Teresa atraviesa el pasillo del Centro de Readaptación Social de (Cereso) San José el Alto, Querétaro, en donde se encuentra recluida desde hace más de tres años, va camino al jardín de visitas. Viste el uniforme reglamentario color café claro. Lleva a su hija Jazmín en un brazo y con el otro empuja una carreola.
Sus ojos verdes están hinchados. Lloró toda la noche después de que el sábado 20 de febrero a las tres de la madrugada ella y su cuñada Alberta Alcántara recibieron la noticia de su nueva condena: 21 años de prisión por el delito de privación ilegal de la libertad contra seis elementos de la desaparecida agencia federal de investigación.
Es domingo pero no esperaba visitas, pues su familia ya no tiene dinero para viajar desde Santiago Mexquititlán hasta el penal los fines de semana. Además de que para entrar a visitarlas tienen que dejar su identidad indígena afuera, porque no los dejan entrar con sus trajes otomíes.
Los domingos y los jueves, la visita empieza a las 9 de la mañana y los visitantes de las internas deben pasar por lo menos siete rejas. En algún momento se deben desnudar para que las custodias revisen las costuras de la ropa con el fin de detectar alguna arma, pastillas o drogas.
No se puede pasar con más de 200 pesos, pero si alguien lleva más dinero, puede encargarlo, mediante una cantidad, en el único puesto que hay afuera del Cereso que funciona como paquetería. En ese puesto, venden fruta con limón y chile, así como ropa clara usada, por si alguien no lleva ese requisito para entrar.
Teresa es de baja de estatura y morena, tiene el cabello oscuro y húmedo, que le cae por debajo de los hombros y lleva zapatos negros de piso. En la primera oportunidad dice que su cuñada Alberta llegará en cualquier momento. ”Otra vez 21 años, Alberta y yo pensábamos que ahora sí salíamos”, dice mientras pasa sus dedos por entre el cabello e inclina la cabeza.
Son casi las once de la mañana, pero el aire es frío y el sol aún no está en lo alto. El jardín de visitas del Cereso es amplio y solo está protegido por unas bardas con alambre de púas.
Aunque Jazmín está seria, quizá por el estado de ánimo de su madre, juega con su león de peluche y lo azota en el pasto mientras llega su tía, Alberta Alcántara Juan.
Estaba durmiendo en la celda. “Estaba muy cansada”, dice Alberta. Dentro de la cárcel, las internas maquilan pantalones o bordan punto de cruz de 9 de la mañana a casi ocho o nueve de la noche, “depende de cómo este el trabajo”, explica.
Las que somos mamás no trabajamos tanto, aclara Teresa, porque tenemos que estar al pendiente de los niños porque “si les pasa algo, van contra nosotras”. “Lo malo del trabajo de las mamás es que a veces se tardan en pagarnos nuestros 300 ó 500 pesos”.
Alberta es un poco más alta que Teresa, usa lentes y tiene los ojos oscuros. Al igual que su cuñada, perdió su libertad el tres de agosto de 2006 luego de que cinco meses antes, – el 26 de marzo- en el tianguis de Santiago Mexquititlán se manifestaron por el abuso de autoridad en contra de seis agentes federales que pretendían robar la mercancía de su hermano Gabriel, esposo de Teresa.
“Cuando me agarraron tenía 22 años y estaba risa y risa con Jacinta porque no lo podíamos creer, yo creo era de nervios, pero cuando nos dijeron la sentencia, hasta la risa se nos quitó y ahora que ya llevamos tanto tiempo aquí ya no sé si podemos volver a reírnos”, explica Teresa.
Cuando llegué aquí a la cárcel no quería comer, me la pasaba acostada durmiendo “ya no quería vivir, hasta que me embaracé de mi hija”.
Alberta es más reservada, parece que no le gusta recordar los hechos ocurridos en el tianguis de Santiago Mexquititlán cuando los agentes federales llegaron armados a abusar de su poder.
Antes de entrar al Cereso, Alberta trabajaba en una fábrica de ropa en Amealco de Bonfil. “Me agarraron una tarde que regresaba de allá, no me la creía porque nunca hubo secuestro, sólo les pedimos que se identificaran y luego todos los del tianguis los rodeamos para que no se llevaran las mercancías».
«A mi me dio miedo» dice Teresa, lo bueno que no nos agarraron ese día porque yo traía un sobre con un dinero que debíamos Gabriel y yo, “lo hubiera dejado más endeudado de lo que está ahora”.
La visita termina a las tres de la tarde, pero si sus familiares no van a verlas no pueden salir al jardín a donde ellas sólo pueden estar los días de visita. “A veces nos traen comida pero la tienen que revisar y no la comemos toda manoseada por las custodias”, dice Alberta.
Si sus visitas no llevan algo de comer pueden acudir al comedor del Cereso a las dos y media, “comemos puros frijoles” dice Teresa, y parece que aunque sea por un rato se le olvidó su situación porque ríe y continúa: “no es cierto, también comemos carne”. La comida no es mala pero y “a veces aunque no nos guste, no hay otra cosa”.
“La mayoría de las que estamos aquí somos inocentes” pero dentro de todo “no la pasamos mal, nos llevamos bien con las compañeras, lo único que pasa es que estamos encerradas”.
Ya quiero salir, dice Teresa, volver a hacer mis muñequitas, no me importa que no me paguen nada de reparación de daño, quiero olvidarme de esto, quiero regresar a cuidar mis animales y llevar a mi hija a la escuela cuando crezca”.