Los Pueblos Indígenas de México son los más golpeados por el flagelo de la pobreza y por la atroz desigualdad. No son reconocidos como sujetos de derecho, sino como meros objetos de interés público. No hay una obligación constitucional para los gobernantes de garantizar sus derechos básicos ni existen leyes secundarias para hacer exigibles estos derechos. Los programas de combate a la pobreza diseñados desde el escritorio y con visión clientelar denigran a las comunidades y les impide desarrollar sus capacidades autogestivas.
La cruzada nacional contra el hambre dio inicio en la Montaña con la apertura de comedores comunitarios por parte del Ejército Mexicano. Es inconcebible pensar que a los pueblos originarios, cuya vida milenaria está centrada en el maíz, los militares tuvieran que enseñar a las madres de familia cómo preparar sus alimentos. No hay razón que justifique tal despropósito; de militarizar el acceso a los alimentos y que la autoridad comunitaria quedara supeditada a los dictados del ejército.
Como organización civil nos vemos obligados a suplantar a las autoridades y a tener que apoyar y resolver los problemas más hondos de la población indígena. Estos casos son recurrentes, lamentablemente ninguna institución los registra y mucho menos los atiende ni le da seguimiento.
El derecho a la alimentación es indispensable para asegurar el acceso a una vida digna y para ello, se debe garantizar su accesibilidad, disponibilidad y sostenibilidad con el objeto de cumplir con los requerimientos básicos. Esta lucha de los pueblos contra el hambre y la muerte temprana es contra los estragos de un modelo de desarrollo capitalista que ha sepultado miles de vidas de niños y niños que no pudieron crecer, porque el estado se niega a garantizar los derechos básicos que le dan vida a los pueblos del maíz, a los hijos e hijas de una civilización esplendorosa. (Tlachinollan)