Los procesos autonómicos que protagonizan los pueblos indígenas enfrentan arduos obstáculos y desafíos, entre ellos, esencial, la falta de voluntad del Estado capitalista neoliberal para abrir espacios de reconocimiento efectivo, aun dentro de los limitados derechos formalmente reconocidos en la Constitución, principalmente en su artículo 2, y de aquellos establecidos en los marcos jurídicos internacionales, como el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y la Declaración Universal de Derechos Indígenas de la Organización de Naciones Unidas.
Como las corporaciones capitalistas madereras, mineras, turísticas, etcétera, que buscan apoderarse de los recursos de los pueblos indígenas, lo que está en el centro del problema del narcotráfico es el esfuerzo por despojarlos de su territorialidad, fundamento material de su reproducción y espacio estratégico de sus luchas; su finalidad es expropiar a los indígenas de sus tierras-recursos-fuerza-de-trabajo, y las fuerzas armadas y policiacas son cómplices de esta sustracción a partir de sus acciones represivas y contrainsurgentes realizadas con el apoyo de los grupos paramilitares que operan como el brazo clandestino de la guerra sucia. La militarización para supuestamente combatir al crimen no trae la disminución de las actividades delictivas, como lo prueban las extensas zonas de la República Mexicana bajo virtual ocupación castrense.
La única posibilidad de una defensa efectiva frente a este fenómeno en el mundo indígena –como muestran las juntas de buen gobierno zapatistas; Cherán, en Michoacán; la Policía Comunitaria de Guerrero, o los nasa en el Cauca de la geografía colombiana– es el fortalecimiento de las autonomías, a partir de las cuales se ha logrado controlar –no sin dificultades– la presencia del crimen organizado en los territorios indígenas. (La Jornada)