A los soldados y marinos los entrenan con un espíritu de cuerpo dedicado a la guerra. Someter al enemigo es su fin último. Si les dicen que los criminales son los enemigos, ellos proceden a abatirlos. Uso este verbo a propósito por toda la controversia que se ha generado a propósito de esta palabra en el caso de Tlatlaya.
Este tipo de interpretaciones —que no sólo pueden ser semánticas— son el resultado de involucrar al Ejército en lo que no se debe. Los soldados se comunican a su manera, hacen operativos a su manera y reportan los incidentes a su manera, es decir, a la manera castrense que no es otra que la de la guerra. En el caso de Tlatlaya les ordenaron “abatir” al enemigo. La patrulla de soldados llegó al lugar y tuvo una primera refriega con los presuntos delincuentes quienes se rindieron. Acto seguido, los ejecutaron y reportaron que las bajas del enemigo se debieron a un enfrentamiento entre las dos fuerzas.
Casos como éste son el costo del fracaso de las autoridades civiles al utilizar así al Ejército. No sorprende, por tanto, que los gobiernos, posteriormente, encubran las violaciones a los derechos humanos de los soldados. En el caso de Tlatlaya, tanto el gobierno federal como el del Estado de México apoyaron la versión de la Secretaría de la Defensa Nacional. La Procuraduría mexiquense, incluso, fabricó pruebas y torturó a testigos para que la versión del Ejército cuadrara con lo originalmente reportado.
¿Por qué el Estado tiene que enviar una patrulla de soldados a enfrentar a una presunta banda de secuestradores? La respuesta es obvia: porque no hay policías confiables que lo hagan. Las autoridades civiles no han realizado la compleja labor de construir instituciones policiacas eficaces de tal suerte que las Fuerzas Armadas regresen a sus cuarteles. Es culpa de los políticos por andar utilizando al Ejército para lo que no se debe. Y ya no pueden decir que es “mientras tanto” porque llevan muchos sexenios haciéndolo. (Excélsior)