* El caso Aguas Blancas, tanto para la comunidad internacional de los derechos humanos como para el pueblo pobre de Guerrero, es la expresión extrema de la barbarie.
Tlapa de Comonfort, 29 de junio de 2015. Hace 20 años 17 campesinos pertenecientes a la organización Campesina de la Sierra del Sur (OCSS) de la sierra de Tepetixtla, fueron ejecutados en el vado de Aguas Blancas, municipio de Coyuca de Benitez por la policía motorizada del estado. Este execrable crimen, a pesar de que fue atraído por la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), que emitió una resolución el 23 de abril de 1996, donde atribuye la mayor responsabilidad de esos hechos al entonces gobernador Rubén Figueroa Alcocer, el presidente de la República Ernesto Zedillo, optó por sacrificarlo de la gubernatura para garantizarle impunidad. Para Zedillo el mayor enojo fue que su compadre lo haya engañado con los videos editados, y no tanto por el crimen artero que cometió contra los campesinos que bajaban pacíficamente a exigir la presentación de su compañero Gilberto Romero Vázquez y a demandar la entrega de fertilizante, a la cabecera municipal de Atoyac de Álvarez.
Esta tragedia causó indignación y preocupación a nivel internacional, al grado que los comisionados de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) decidieron hacer una visita in loco en julio de 1996, para constatar las graves violaciones a los derechos humanos cometidas por las autoridades del estado y que fueron encubiertas por el presidente de la República.
El 18 de febrero de 1998 la CIDH remitió al Estado mexicano el informe No. 49/97 caso 11.520 “Aguas Blancas” con el fin de que diera cumplimiento a las siguientes recomendaciones: completar una investigación seria, imparcial y efectiva de los hechos descritos en el presente Informe, ocurridos en fecha 28 de junio de 1995, en el vado de Aguas Blancas, con base en la decisión emitida por la Suprema Corte de Justicia de la Nación de fecha 23 de abril de 1996.
Ejercer las acciones penales correspondientes, a fin de que se establezcan las responsabilidades individuales de los altos funcionarios del gobierno del estado de Guerrero, identificados en la decisión emitida por la Suprema Corte de Justicia de la Nación; y en consecuencia, se les impongan las sanciones penales correspondientes a quienes resulten responsables.
Otorgar una indemnización adecuada a los familiares de las personas ejecutadas, y a las víctimas sobrevivientes de los hechos de Aguas Blancas; y prestar la debida atención médica a aquellas víctimas que lo necesiten, como consecuencia de las heridas recibidas en los referidos hechos de Aguas Blancas.
Adoptar las medidas que sean necesarias, para que se dicte a la brevedad posible la legislación reglamentaria del artículo 21 de la Constitución mexicana, a fin de hacer efectivas las garantías judiciales y de protección judicial consagradas en los artículos 8 y 25 de la Convención Americana.
Después de esperar más de dos meses la respuesta, la Comisión concluyó que “el Estado no ha completado hasta ahora una investigación seria o imparcial de los hechos que motivan el presente informe. Ello adquiere mayor gravedad teniendo en cuenta el tiempo transcurrido desde el 23 de abril de 1996, fecha de la resolución de la Suprema Corte de Justicia. La falta de efectividad de las investigaciones en curso resulta más que evidente, por la ausencia de resultados concretos, y por la consecuente impunidad para los autores materiales e intelectuales de los hechos.
Con respecto al ejercicio de acciones penales, la CIDH comenta que el Estado respondió, por una parte, que en el caso del ex gobernador de Guerrero “se determinó la ausencia de responsabilidad penal en los hechos de Aguas Blancas”. Por otra parte, el Estado informa en la misma comunicación que la propia Suprema Corte de Justicia determinó que “existió grave violación a las garantías individuales” en los hechos aquí analizados, y que de dicha violación resultan responsables Rubén Figueroa Alcocer, “gobernador con licencia indefinida” y otros siete funcionarios públicos del mismo gobierno.
El informe de la CIDH expresa que “a renglón seguido, el Estado señala la improcedencia del juicio político de Figueroa Alcocer en la Cámara de Diputados, debido a una disposición que establece que la violación de las garantías –a pesar de su gravedad– debe ser ‘sistemática’. La Cámara de Diputados, según el Estado, tampoco pudo llevar adelante la iniciativa de levantar a Figueroa Alcocer la protección que le brinda la Constitución, porque ‘el hipotético ilícito’ cometido por el mismo no tenía naturaleza federal”.
Otro comentario de las conclusiones hechas por la Comisión Interamericana es que el Congreso del Estado también habría analizado la posibilidad de incoar juicio político al nombrado ex gobernador, a José Rubén Robles Catalán, secretario general de Gobierno y a Antonio Alcocer Salazar, procurador general de Justicia del estado. No obstante, conforme indica el Estado mexicano en su respuesta, dicho Congreso determinó que era improcedente el mencionado trámite, puesto que la Ley de Responsabilidades de los Servidores Públicos del Estado de Guerrero “requiere que la violación haya ocurrido de manera sistemática”. Aclara el Estado mexicano que en contra del entonces gobernador Figueroa se señalan presuntas responsabilidades de naturaleza local o común, pero no federal.
Para la CIDH los trámites analizados aparecen confusos y contradictorios, aunque el resultado es muy claro: la impunidad de los altos funcionarios públicos, cuya responsabilidad en los graves hechos fue determinada por el máximo órgano jurisdiccional mexicano. La Comisión concluye que el Estado no ha cumplido la recomendación de ejercer acciones penales. Adicionalmente, la CIDH observa que las disposiciones normativas precedentemente analizadas tienden a obstaculizar el libre ejercicio del derecho a un recurso o remedio eficaz para juzgar y sancionar de manera efectiva a funcionarios que violan los derechos humanos amparados en el poder y la impunidad que le otorgan sus cargos. Por lo tanto, dichas disposiciones normativas resultan claramente violatorias de la obligación del Estado de respetar y garantizar los derechos, conjuntamente con el derecho humano a la protección judicial, consagrados en los artículos 1.1 y 25 de la Convención Americana.
Respecto a la indemnización, la Comisión constata que el Estado no ha realizado un estudio que incluya el análisis detallado de las condiciones particulares de las víctimas. En ausencia de este elemento, la Comisión concluye que la indemnización no ha sido adecuada.
A 20 años de la masacre y de este continuum de impunidad y violencia en el estado, Benigno Guzmán Martínez, uno de los dirigentes más combativos de la OCSS que fue torturado y encarcelado injustamente en noviembre de 1999 en el penal de Puente Grande, con su estilo campirano y su voz de trueno clama desde la sierra rebelde: “¡Cuánto nos dueles Aguas Blancas! ¡Veinte años y el dolor está fresco! ¡Veinte años y la injusticia no cesa!… La impunidad sigue teniendo nombre, apellido, rostro: Rubén Figueroa Alcocer, Antonio Alcocer Salazar, Rodolfo Sotomayor Espino, Gustavo Olea Godoy… Veinte años y aquí los estamos recordando, no se han vuelto olvido. Recordamos los callos de sus manos, su frente sudorosa de piel morena, su honrado olor a trabajo, a mazorcas recién cortadas, a surcos tempranamente abiertos…” (El Sur, 28/06/15).
El caso Aguas Blancas tanto para la comunidad internacional de los derechos humanos como para el pueblo pobre de Guerrero es la expresión extrema de la barbarie, la brutalidad caciquil impuesta a punta de bala, la demencia de gobernantes iletrados cuya ley es el revólver. Ese gobierno que se negó ante la CIDH a castigar a las autoridades responsables de la masacre de los 17 campesinos, es el mismo gobierno que ahora se colude con el crimen organizado para perpetrar graves violaciones a los derechos humanos, como la persistente práctica de la tortura, las ejecuciones extrajudiciales y el gran número de desapariciones forzadas cuya cauda de dolor nos remiten a los años de la guerra sucia.
A nueve meses de la desaparición de los 43 estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa, los padres y madres de familia demostraron este fin de semana la fuerza y la legitimidad de su lucha. Su movimiento se mantiene sólido y con gran capacidad de convocatoria. La jornada de las 43 horas por los 43, mostró no solo la gran solidaridad de las múltiples expresiones culturales y artísticas, sino la innovación de las protestas, la creatividad para mantener vivo un movimiento que sigue socavando las estructuras de la macrodelincuencia en las que se han anquilosado las elites políticas.
Al igual que las familias campesinas de la sierra de Tepetixtla, cuyos esposos fueron masacrados en el vado de Aguas Blancas por policías del estado contando con la complicidad del Ejecutivo estatal y del mismo Ejército, las familias indígenas y campesinas de los estudiantes de Ayotzinapa comparten la misma tragedia, porque tres de sus hijos fueron asesinados y 43 más desaparecidos por policías municipales de Iguala, con el consentimiento de las autoridades estatales y los mismos militares. En los dos casos las autoridades encargadas de indagar estos crímenes se niegan a abrir otras líneas de investigación porque las leyes no escritas en nuestro país dictan protección a los perpetradores como condición sine qua non para que este sistema impune se mantenga incólume, como sepulcro blanqueado, desapareciendo a más jóvenes y desangrando la vida de la gente de la periferia que se tiene que resignar a encarar a la muerte al salir de su casa. A esta desgracia que es un continuum de la violencia y la impunidad es a lo que la clase política llama normalidad democrática y para ello se apresta para tomar el timón.