El problema de mentir y que se descubra es que luego es muy difícil recuperar la credibilidad. Es el costo de un gobierno dispuesto a encubrir la verdad. Es lo que está pasando con el caso de Tanhuato, Michoacán, que dejó un saldo de 43 muertos. Somos escépticos de la versión oficial porque nos mintieron en el caso de Tlatlaya.
Aunque el comisionado Nacional de Seguridad asegura que los “agresores” tenían una alta capacidad de fuego, la diferencia en muertos se explicaría “por la capacitación de las fuerzas de seguridad que tienen para enfrentar a grupos delincuenciales”. Y, según Rubido, existen pruebas periciales que comprobarían que sí hubo un enfrentamiento. En un país con instituciones sólidas, este tipo de declaraciones serían suficientes para disipar dudas. Y es que las autoridades judiciales no se expondrían a mentir poniendo en riesgo su credibilidad futura. Desgraciadamente no es el caso de México. Lo vimos en Tlatlaya.
Hoy, gracias a las investigaciones de medios internacionales, organizaciones no gubernamentales y la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) sabemos que 15 de los 22 muertos fueron ejecutados por los soldados. Se habían rendido y los asesinaron. La Sedena se vio obligada a corregir su versión y consignó a los soldados “por su presunta responsabilidad en la comisión de delitos en contra de la disciplina militar, desobediencia e infracción de deberes”. La CNDH también informó que la PGJEM obstaculizó sus investigaciones. No entregaron, por ejemplo, las fotografías detalladas de los cadáveres que fueron ejecutados. Más aún, 20 funcionarios de esta institución habrían cometido “actos de tortura contra tres mujeres que estuvieron presentes el 30 de junio de 2014 en Tlatlaya”.
Los gobiernos federal y mexiquense nos mintieron y los cacharon. Uno cosecha lo que siembra. Si hoy existen dudas por lo ocurrido en Tanhuato se debe a la siembra de mentiras en Tlatlaya. (El Universal)