En diciembre de 2006 el presidente Felipe Calderón anunció su estrategia de seguridad y ordenó a las fuerzas armadas combatir a la llamada delincuencia organizada. Con ello autorizó, en tiempos de paz, el uso de efectivos militares en tareas exclusivas de las fuerzas de seguridad pública, principalmente policiales. También militarizó a las policías.
Esa estrategia de seguridad cuenta con diversas políticas que han propiciado o permitido ?hasta el presente? la comisión de delitos por integrantes de las llamadas fuerzas del orden, entre ellos detenciones arbitrarias, la práctica sistemática de la tortura, la desaparición forzada de personas y ejecuciones sumarias extrajudiciales. En general, los medios de difusión masiva han presentado de manera acrítica la visión gubernamental, según la cual los abatidos (muertos) producto de la estrategia contra la delincuencia son sicarios o criminales, y no civiles cuya presunta responsabilidad en un hecho ilícito debía haber sido sometida a la justicia.
Entre otros propósitos, dicha política sistémica de Estado tiene como fin construir a toda costa una historia de éxito en el combate a la delincuencia: Vamos ganando la guerra por goleada, se ufanaba Calderón, y repite ahora con una narrativa menos triunfalista, y tampoco creíble, el comisionado nacional de Seguridad, Monte Alejandro Rubido.
La estrategia descrita tiene como base la Directiva para el Combate Integral al Narcotráfico 2007-2012, elaborada por la Secretaría de la Defensa Nacional, cuyos responsables operativos, siguiendo la cadena de mando, son los jefes de las regiones, zonas, guarniciones y unidades militares. Todos tienen amplia libertad de acción y don de mando para realizar acciones contundentes contra sus objetivos. Ergo, enemigos a exterminar. Eso explica Tlatlaya, Iguala, Apatzingán, Villa Purificación, Ecuandureo, Tanhuato. (La Jornada)