El «caso Aristegui» es hoy un indicador de la naturaleza que va adquiriendo el actual sistema mexicano. Se suponía que México ya habría concluido su tránsito del autoritarismo priista clásico a algún tipo de democracia, pero realmente no es el caso y un neoautoritarismo podría estar en nuestro futuro.
No es aventurado suponer que el despido de la conductora incómoda fuera una forma en que «Los Pinos» se cobró el costo en legitimidad que le ocasionó la investigación sobre la mansión de la familia presidencial (la «Casa Blanca»). Sin embargo hay en esto algo más que venganza. En el proceso electoral en curso está en juego el afianzamiento del control del Presidente y su partido sobre el Congreso y otras estructuras de poder en un entorno donde un 57% de la ciudadanía desaprueba la gestión del Presidente (Reforma, 26 de marzo). Un periodismo «a la Aristegui» es lo que en este momento menos desea el gobierno, y menos aún su efecto de cara al largo plazo, pues entonces dificultaría más el proyecto neoautoritario.
La incertidumbre sobre la forma en que la muy endeble y poco confiable institucionalidad jurídica mexicana va a resolver «el caso Aristegui» será un poderoso indicador sobre el rumbo que tomará el sistema político mexicano. Si la posición de la empresa, que es la posición del gobierno, prevalece, entonces podemos suponer que el neoautoritarismo habrá dado un paso más en su consolidación. Si, por el contrario, David lograra prevalecer sobre Goliat, entonces se podría abrigar cierto grado de optimismo en relación a un futuro mejor y menos injusto que el presente. Por hoy, la moneda está en el aire. (Reforma)