El egoísmo sistémico ha llevado lo demoniaco en México a extremos insospechados. No sólo, en su rostro criminal, a la utilización industrial y privatizadora del cuerpo humano –redes de trata y secuestros–, sino, en su rostro gubernamental, a la privatización y al arrasamiento de la tierra y su entraña. Lo que a todos pertenece como regalo de la vida, lo demoniaco lo ha ido convirtiendo en un puro bien económico que puede y debe ser explotado para uso y provecho de unos cuantos. El más reciente y espantoso objetivo de esa lógica es el agua, uno de los dones fundamentales para la vida humana y sus culturas. Bajo el supuesto de que el agua, como bien económico, ha comenzado a escasear –un argumento absurdo porque el volumen del agua en nuestro planeta es el mismo desde hace millones de años– y de que es necesario construir mayor infraestructura para distribuirla, el gobierno quiere entregarla a empresas privadas para que construyan las obras y administren el agua.
Lo que el argumento guarda, sin embargo, en su aparente bondad económica es, en realidad, su apropiación para venderla. La nueva Ley de Aguas llevará muy lejos lo que se inició hace tiempo con la privatización del agua por parte de las compañías embotelladoras. Con ella se eliminaría de manera absoluta no sólo su condición de don, sino –para hablar en los términos degradados de la economía– el sentido social que tiene en la legislación nacional vigente para convertir su extracción, tratamiento y distribución en un negocio total regulado por las lógicas de mercado. Y dejaría, por lo mismo, en la indefensión a estados, municipios y comunidades para favorecer a consorcios privados nacionales y extranjeros, no sólo los dedicados al manejo de aguas, sino también a empresas petroleras –la extracción de hidrocarburos con la técnica del fracking tiene, entre otros muchos inconvenientes, usar y contaminar cantidades inmensas de agua– y a industrias que, como la minera, hacen un empleo intensivo del líquido.
Si no detenemos esta lógica depredadora, esta expansión de lo demoniaco, ya nadie podrá experimentar y sentir el don del agua. Controlada y controlados por el poder demoniaco de lo económico, sólo podremos imaginarla –recuerdo a Iván Illich– “sobre una gota ocasional o un humilde charco”. (Proceso)