A las graves irregularidades y al maltrato que ha caracterizado al sistema penitenciario mexicano, se añaden distintas formas de violencia de género que marcan las experiencias de las mujeres en reclusión. Esta violencia va desde la prostitución forzada y el maltrato físico hasta la penalización más alta que reciben por los delitos cometidos. Más aún en el caso de las mujeres indígenas, quienes dentro de este contexto representan una minoría adicional, y que a menudo padecen o sufren de una mayor discriminación.
Desde la academia, el activismo legal y el periodismo hemos venido denunciando la violencia de género y el racismo institucional del sistema penal mexicano, sin que se logren modificaciones sustanciales ni en la impartición de justicia ni en las políticas penitenciarias. La implementación de la reforma en materia de seguridad y justicia penal aprobada en junio de 2008, cuyo supuesto beneficio impactaría en el combate del crimen organizado, sólo ha servido para otorgar derechos jurídicos a las distintas corporaciones policiacas del Estado y poner en una posición de mayor vulnerabilidad a los sectores más pobres y excluidos de la sociedad mexicana, que se están convirtiendo en estadísticas en la guerra contra el narcotráfico.
A la fecha sigue pendiente la ley penitenciaria que anunciaba la reforma de 2008 y que tenía 2011 como fecha límite para su promulgación. Si bien es importante la promoción de políticas penitenciarias con perspectiva de género para acabar con las violaciones a los derechos humanos que reporta la CNDH, es fundamental que éstas se den en el contexto de una transformación profunda del sistema penal y de una reforma del Estado que permita poner un alto a la corrupción y la impunidad que caracterizan a nuestro sistema de justicia. (La Jornada)