*Opinión | @CentroProdh
México, DF, 5 de enero 15. Para los derechos humanos, 2014 fue el año en que quedó evidenciada la crisis de impunidad y violencia que México enfrenta, a partir de dos sucesos que han conmocionado a la opinión pública nacional e internacional: Tlatlaya y Ayotzinapa. Las graves violaciones a derechos humanos cometidas en ambos sucesos se erigen hoy como el parámetro más adecuado para medir la vigencia de los derechos en el país.
El gobierno de Enrique Peña Nieto había logrado generar una imagen favorable, principalmente en el ámbito internacional. El distanciamiento de esta administración respecto del empecinado discurso belicista que caracterizó a la de su predecesor —aunque no de su estrategia—, la aprobación de normas como la Ley General de Víctimas y de reformas como la modificación del fuero militar y los avances en algunos casos emblemáticos como la liberación del migrante Ángel Amílcar Colón, aunadas a la capitalización política de las reformas constitucionales y de algunos fallos de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, le habían permitido al Gobierno Federal repuntar en el escenario internacional, pese a que los principales problemas estructurales permanecieran intactos.
Pero Tlatlaya y Ayotzinapa evidenciaron las dimensiones verdaderas de nuestra crisis. Mostraron el país real y rompieron el espejismo.
Tlatlaya demostró que los controles civiles sobre las fuerzas armadas son prácticamente inexistentes. Pese a que la reforma de abril de este año contribuyó a que los castrenses fueran juzgados en el fuero civil —lo que no habría ocurrido hace un año—, la tibia actuación inicial del Gobierno Federal y del Gobierno del Estado de México demostró que de poco sirve acotar el fuero castrense si las autoridades civiles se guían por la complicidad cuando deben investigar posibles violaciones a derechos humanos. La masacre militar ocurrida en el Estado de México demostró también cómo en la llamada “guerra contra el narcotráfico” el uso de la fuerza letal por agentes estatales se ha normalizado, incumpliendo frecuentemente los parámetros aceptados a nivel internacional y provocando miles de ejecuciones extrajudiciales. Las 22 personas privadas de la vida en Tlatlaya se suman a miles de mexicanos y mexicanas ejecutados por un uso innecesario de la fuerza letal.
Ayotzinapa, por su parte, evidenció cómo la impunidad ante las decenas de miles de desapariciones ha generado incentivos para que éstas se cometan ahora de forma masiva, al amparo del poder estatal. No sólo fue el Estado el que desapareció a los estudiantes, sino que también ha sido el Estado el que por años ha sido omiso en reconocer que en México no se ha erradicado la práctica de la desaparición forzada desde la Guerra Sucia; el que no ha investigado ni sancionado este grave crimen, pues al día de hoy no hay sentencias condenatorias firmes dictadas contra los servidores públicos que en los últimos años han cometido desapariciones. Los 43 estudiantes se suman a miles de mexicanos y mexicanas desaparecidos en los últimos años.
Generar nuevos y más profundos controles civiles sobre las Fuerzas Armadas, investigar con vigor las ejecuciones extrajudiciales y reconocer la grave crisis de desapariciones que arrastra México, son tan sólo algunos de los pendientes no atendidos por esta administración que estallaron en Iguala y en Tlatlaya. El reto que implica atenderlos empequeñece aún más el decálogo de acciones anunciadas por la Presidencia, donde los derechos humanos son sólo un punto entre otros más. Un punto que, vale decir, no parece ser prioritario: los primeros debates legislativos han sido sobre otros temas.
Los problemas estructurales y generalizados que ponen en evidencia Tlatlaya y Ayotzinapa, demandan medidas más profundas. México vive una grave crisis de violencia y violaciones a derechos humanos; el espejismo no puede volver a nublar la vista.
El panorama hacia 2015 no es alentador. El impacto de Tlatlaya y Ayotzinapa está lejos de haber concluido. Y los gobernantes que pretenden acabar con la indignación social restringiendo la libertad de expresión, sólo aumentarán más la movilización de una sociedad que hoy defiende sus derechos con brío renovado.
Los primeros meses del año mostrarán qué senda elige esta administración. Si el Ejecutivo obstruye los intentos de reconstruir la Comisión Nacional de Derechos Humanos tras años de postración; si responde a la protesta social con el derecho penal en la mano; si en la recomposición de la Suprema Corte de Justicia de la Nación impulsa candidaturas provenientes de cargos de elección popular y una presidencia regresiva en materia de derechos; si casos emblemáticos como el de Claudia Medina Tamariz, tortura sexualmente por marinos, siguen postergándose; si se profundiza el despojo territorial para implementar la reforma energética; si las ejecuciones extrajudiciales, la tortura y las desapariciones siguen impunes, quedará claro más allá de toda duda que Enrique Peña Nieto habrá sido indiferente a las lecciones de Tlatlaya y Ayotzinapa.
Venturosamente, la sociedad no ha sido ni será indiferente. En este 2014, como cuando irrumpió el Movimiento por la Paz o como cuando los jóvenes de la Iberoamericana increparon al entonces candidato Peña por su responsabilidad en el caso Atenco, la sociedad se ha movilizado con inmensa energía sobre la base de exigir respeto a los derechos humanos. Las y los jóvenes han sido protagonistas de este caudaloso río de participación. De cara al año que inicia, es en esa fuerza desde donde hay que construir esperanza.
*Este artículo fue publicado originalmente en el blog de Animal Político