*Por JASS Mesoamérica | @JASS_Meso
Los países centroamericanos, en el marco de una tendencia global, han vivido en los últimos años una creciente militarización. Después del conflicto armado, los acuerdos de paz o transición a la democracia (Nicaragua 1990, El Salvador 1992, Guatemala 1996), las reformas constitucionales (El Salvador 1992, Nicaragua 1995, Honduras 1995) y el Tratado Marco de Seguridad Democrática en Centroamérica (1995), tuvieron la intención política de fortalecer el carácter civil de la seguridad pública. Pero solo fue un momento fugaz, los acuerdos de paz se enfrentaron con una realidad de desigualdad y debilidad del Estado de derecho que permitió la proliferación de nuevas formas de violencia y el aumento de la delincuencia, crimen organizado y, por la estratégica ubicación geopolítica, de tráfico ilegal de todo: desde drogas hasta personas.
En toda la región mesoamericana persistieron condiciones de pobreza y marginación social que afectan más a las mujeres pues obstaculizan su acceso a servicios sociales básicos, recursos económicos, acceso a la justicia y participación política. La pobreza y la discriminación en todos los países mesoamericanos están feminizadas.
Con el paso de los años los gobiernos han argumentado que la solución para los problemas de violencia era militarizar a una policía que había probado ser insuficiente. En lugar de enfrentar las causas estructurales de la violencia como la desigualdad, la discriminación o la corrupción de las instituciones, la fuerza pública, militar y policiaca, se armó hasta los dientes, las funciones y límites entre cada uno se desdibujaron y las libertades inherentes a una democracia empezaron a restringirse. Sin embargo, esta estrategia no ha tenido resultados significativos en el combate del crimen organizado y, por el contrario, sí ha generado un aumento de las violaciones a derechos humanos cometidas por fuerzas militares y contribuido a la descomposición del tejido social con altos costos en los cuerpos y en las vidas de las mujeres que ven como sus derechos se van restringiendo mientras aumenta el feminicidio y otras graves de violencia en su contra.
La guerra contra el narcotráfico en México, Honduras y Guatemala se ha convertido en una guerra contra las mujeres. En muchas regiones, se ha llevado a una crisis de inseguridad donde nadie está a salvo. Los índices de homicidio en la región registran los más altos del mundo; Ciudad Juárez, Nuevo León, Coahuila y Guerrero en México y San Pedro Sula, Honduras hoy en día son los lugares con más asesinatos per cápita en el mundo y los índices de feminicidio y femicidio han aumentado en toda la región. (Informe De Sobrevivientes a Defensoras, 2012, JASS/NWI).
Las políticas de militarización están montadas sobre paradigmas patriarcales: el orden y el progreso se asocian a valores como la fuerza, la represión y la contención de la sociedad. Estos principios no pueden de ninguna manera ser buenos para las mujeres que son a quienes más se reprime y cuyos cuerpos más se explotan. En esa lógica de explotación y control patriarcal, las mujeres, en el campo de batalla, son botín de guerra.
Las mujeres se convierten en un instrumento o medio para atacar al “enemigo”, de esta manera conquistar o violentar a “la mujer del otro” se convierte en “victoria militar”. Esto se ha traducido en violaciones sexuales, torturas, ejecuciones extrajudiciales y desaparición forzada de las mujeres de la región, especialmente indígenas y migrantes. Las mujeres también han sido utilizadas par servir a los militares o grupos policiacos ya sea con trabajos domésticos adjudicados al género o con “servicios sexuales”, muchas veces realizado de manera forzada.
La policía militarizada también afecta directamente a las mujeres pues este brazo de la fuerza pública, en vez de estar entrenado en resolver conflictos entre civiles, funciona bajo la lógica de la fuerza militar. Y es la policía la que debe lidiar directamente con los casos de feminicidio, con los casos de violencia familiar y muchas otras formas de violencia contra las mujeres que son asumidas sin la más mínima perspectiva de género desde la fuerza policial.
Es la policía y el ejército el que es utilizado para reprimir la protesta social. Lideresas y defensoras de derechos humanos que están al frente de movimientos feministas, movimientos por la defensa de los recursos naturales y los derechos a la tierra y al territorio, denuncia de desaparición forzada, etc. Son continuamente agredidas o amenazadas por estos cuerpos del orden. Cuando se reprime la protesta social y se deja desprotegidos a los defensores de derechos humanos, son las mujeres las primeras afectadas, pues se han convertido en la cara visible y el tras bambalinas de muchos de los movimientos sociales de la región.
Al dañar a las mujeres, se afecta todo el tejido social de las comunidades de la región, y esto va en detrimento de las garantías de derechos humanos de todas y todos. Sin mujeres, no hay democracia.
A continuación algunos ejemplos de cómo ha afectado la política de militarización a las mujeres en Mesoamérica:
México
Según el informe Rompiendo el silencio: La obligación de erradicar la tortura sexual a mujeres en México, presentado en noviembre de 2014 por el Centro Prodh, la CMDPDH, Tlachinollan y JASS (Asociadas por lo justo), la tortura se ha convertido en una práctica recurrente. En 2013 la Comisión Nacional de los Derechos Humanos recibió más de mil quejas por tortura y otros tratos crueles, inhumanos y degradantes, sin embargo a la fecha no hay ninguna sentencia condenatoria, ni datos desagregados por género que permitan dimensionar el impacto de esta práctica en las mujeres.
El informe elaborado muestra que gran parte de los casos de tortura a mujeres se dan cuando se encuentran privadas de libertad, con acciones que van desde la vigilancia inadecuada cuando las mujeres se bañan o desvisten, cateos inapropiados, acoso sexual verbal y por supuesto, violencia sexual.
A través de los testimonios de mujeres sobrevivientes ha sido posible confirmar que el abuso sexual es utilizado por algunos miembros de la fuerza pública como un medio para obtener información autoinculpación o simplemente como una demostración del poder masculino.
Un testimonio que ejemplifica esta situación es el de Claudia Medina Tamariz. En agosto de 2012, miembros de la Secretaría de la Marina en el Estado de Veracruz entraron al domicilio de Claudia y la detuvieron ilegalmente y sin motivo alguno. Claudia fue torturada física y psicológicamente por 26 horas para obligarla a una confesión falsa. También la obligaron a lavarles la ropa con los ojos vendados, un ejemplo de trabajo forzado con sesgo de género.
En el caso de las 11 mujeres denunciantes de Tortura Sexual en San Salvador Atenco (Estado de México), los policías que las torturaban sexualmente señalaban que eso les sucedía por no haberse quedado en la casa. Les decían: “es una puta, qué hacía ahí, que se regrese a hacer tortillas”.
Según el informe, los abusos suelen ir acompañados de expresiones sumamente violentas y amenazantes como decir que la violación sexual “les produce placer” o que con ella van a “ver lo que es un hombre de verdad”.
La situación de violencia sexual, también pone en evidencia cómo se desencadenan otra serie de violaciones de derechos humanos contra las mujeres, por el sólo hecho ser mujeres. En el caso de Valentina Rosendo Cantú, quien fue sujeta a tortura sexual en el 2002 por soldados del ejército mexicano, a pesar de que denunció los hechos al día siguiente, le fue negada la atención médica y transcurrió casi un mes para que recibiera atención ginecológica, lo que es también una de las tantas formas en las que se obstaculiza el acceso a la justicia a las mujeres víctimas de estas agresiones.
En México resulta muy difícil conocer estos abusos de manera cuantitativa pues las procuradurías de justicia de las distintas entidades federativas del país a veces no desagregan las denuncias por género o simplemente no registran ninguna. A través de solicitudes de acceso al a información realizadas por el Centro Prodh, se sabe que entre 2010 y mediados de 2014 se registraron 22 denuncias en Baja California, 49 en Chiapas, 23 en el Distrito Federal, 10 en Guanajuato, 15 en Puebla, 8 en Querétaro, 6 en Quintana Roo, 10 en Tlaxcala y entre 1 y 5 denuncias en Aguascalientes, Oaxaca, Sinaloa, Veracruz y Zacatecas. Sin embargo, en la mayoría de estas entidades federativas, no existe ni una sola sentencia condenatoria por tortura y es claro que estos datos corresponden a un flagrante subregistro.
En el último informe del Comité Para la Eliminación de la Discriminación Contra la Mujer (CEDAW por sus siglas en Inglés), presentado en agosto de 2012, se hace mención a una prevalencia de la violencia sexual hacia las mujeres en regiones donde el Ejeército o los funcionarios encargados llevan a cabo operaciones contra la delincuencia organizada. En este sentido, el proceso de militarización de la seguridad pública en México ha fomentado los casos de violencia sexual en materia de tortura por parte de las Fuerzas Armadas. Sin embargo, en México (y todos los países de la región) es común que la violencia sexual se entienda como un hecho distinto a la tortura y muchas veces ni siquiera llegan a ser reconocidos o documentados.
*Este es sólo un fragmento del artículo, la versión completa se encuentra disponible en Mujeres cruzando la línea contra la militarización y la violencia