*Opinión|Tlachinollan
Guerrero, 6 de octubre. Han pasado diez días desde la masacre del 26 de septiembre en Iguala, que ha entrado en los anales de la violencia política guerrerense como la masacre de Aguas Blancas y de El Charco.
Durante esos 10 días, los familiares de 43 jóvenes normalistas han permanecido en medio de una inmensa zozobra. Sin conocer el paradero de los muchachos, estas familias que hasta hace unos días soñaban con la incorporación al magisterio de sus hijos, permanecen en la más extrema angustia: la de no saber el paradero de sus seres queridos.
Pero a pesar de la zozobra y del temor, los familiares dieron estos días una muestra de entereza que ha exhibido la indolencia del poder, acompañados en todo momento de los valerosos normalistas de Ayotzinapa que no se han arredrado ante la violencia. Fueron los familiares, en medio de enormes precariedades y temores, quienes comenzaron la búsqueda y quienes realizaron la labor de inteligencia que el Estado fue incapaz de coordinar. Fueron los familiares quienes ejerciendo su derecho a protestar y salieron a las calles para exigir a las autoridades que despertaran de su letargo y organizaran operativos de búsqueda. Fueron los familiares, en fin, quienes interpelaron a las organizaciones civiles, sociales y estudiantiles de todo el país para que en la marcha del 2 de octubre exigieran la presentación inmediata de los normalistas desaparecidos.
En contraste, la respuesta gubernamental ha allanado el camino de la impunidad y del encubrimiento. Por parte de la Federación, la respuesta fue negligente y discriminatoria. Peña Nieto vio en la desaparición masiva de estudiantes una oportunidad para ventilar conflictos políticos como quedó de manifiesto cuando se deslindó de la situación limitándose a señalar las responsabilidades -ciertamente ineludibles- del gobierno estatal. En consonancia, mientras el conflicto estudiantil del Instituto Politécnico Nacional era atendido directamente por el Secretario de Gobernación en un diálogo público, la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa sólo mereció una reunión con un Subsecretario de Gobernación. Hasta la fecha, ningún funcionario de primer nivel del Gobierno Federal le ha dado la cara a las madres y los padres que anhelantes esperan una respuesta. No ha habido ni siquiera un mensaje de aliento, por no hablar de un despliegue contundente del aparato estatal para avanzar la búsqueda.
Por parte del gobierno estatal, se pretende construir la imagen de que se ha actuado con profesionalismo y celeridad en la investigación del paradero de los normalistas. ¿Pero cómo sostener que la justicia en Guerrero es eficiente cuando lo ocurrido el 26 de septiembre es consecuencia directa de la impunidad con que se encubrió la desaparición forzada y posterior ejecución de Arturo Hernández Cardona y los luchadores sociales de la Unidad Popular de Iguala? ¿Cómo olvidar el aval a los asesinatos de estudiantes en que se traduce la impunidad prevaleciente frente a la ejecución extrajudicial de los normalistas Gabriel Echeverría de Jesús y Jorge Alexis Herrera Pino? ¿Cómo generar confianza en los familiares de los normalistas cuando estos se ven obligados a conocer a través de los medios la información que se genera? ¿Cómo hablar de eficiencia cuando servidores públicos presuntamente involucrados en los hechos se adelantaron con sospechosa facilidad a la acción de la justicia para evadirla, incluyendo al hoy prófugo Ex – Presidente de Iguala que huyó entre los vergonzantes aplausos del cabildo, protegido por la venalidad de la dirigencia perredista?
Ocurre lo mismo que con la lamentable Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), que hoy pide confianza para investigar hechos que se habrían evitado si ésta hubiera acometido con seriedad y cercanía a las víctimas el cumplimiento de las medidas de no repetición y de carácter estructural que incluía la Recomendación Especial emitida tras los hechos del 12 de diciembre de 2011, mismas que como buena parte del trabajo de este tibio Ombudsman quedaron en el papel. No nos engañemos: es imposible dar una carta blanca a instancias que, con el simple cumplimiento de sus obligaciones constitucionales, pudieron haber prevenido la tragedia que hoy lloramos.
Por eso debemos saber que hoy en Guerrero el manantial de la verdad y de la justicia no nace de las aguas negras gubernamentales sino de la noble fuente de dignidad en que se han convertido los padres, madres, abuelos, abuelas, hermanos, hermanas, tíos, tías, primos y primas de los normalistas que hoy nos faltan a todos. Es su lucha, acompañada por organizaciones de derechos humanos, magisteriales, sociales, sindicales y estudiantiles, la que puede revertir el oprobio y la ignominia en que hoy se encuentra la entidad. Con ellos y ellas está nuestra solidaridad, nuestro abrazo, nuestra digna rabia.
Por lo pronto, el clamor de justicia de los familiares de los normalistas ha trascendido a la esfera internacional. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ordenó formalmente al Estado Mexicano la adopción de medidas cautelares para resguardar la vida y la integridad de los estudiantes de Ayotzinapa. Dichas medidas deben ser entendidas como una expresión inequívoca de la preocupación que existe en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos por la situación que impera en la entidad.
Las medidas cautelares emitidas por la CIDH, ante un caso de esta magnitud, obligan también a realizar una investigación imparcial y exhaustiva de los hechos. En este sentido, el funesto hallazgo de varias fosas en las inmediaciones de Iguala debe ser investigado con extrema precaución y permitiendo la amplia participación de las peritas del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAF) que han propuesto los familiares de los normalistas de Ayotzinapa, no sólo porque se trata de especialistas reconocidas en todo el mundo por su rigor sino también porque los antecedentes de impunidad y la sospechosa fuga de personajes posiblemente involucrados en los hechos ponen en entredicho el compromiso de las autoridades con el esclarecimiento de los hechos. Sólo la participación plena de expertos independientes puede hacer creíble la investigación, pues casos precedentes contra los mismos normalistas de Ayotzinapa dan cuenta de cómo se puede manipular la justicia -incluyendo las pruebas científicas- para perjudicar a los estudiantes; así sucedió cuando los agentes del ministerio público de este gobierno sembraron ilegalmente un arma a un joven tras los hechos del 12 de diciembre de 2011. Sólo la participación del EAF en las investigaciones, con absolutas garantías para ejercer su trabajo, puede brindar credibilidad a las investigaciones iniciadas.
En este mismo tenor, es indispensable exigir que no se suspendan los trabajos de búsqueda y localización, sino que se intensifiquen; máxime atendiendo a que no hay pruebas conclusivas sobre los hallazgos y a que el número de restos que la Procuraduría afirmó ante los medios haber encontrado no coincide con el número de estudiantes desaparecidos. Debemos seguir demandando la realización de operativos de búsqueda serios y coordinados, hasta que se de con el paradero de los normalistas.
Mientras esto sucede, Guerrero es de nuevo un polvorín. La masacre del 26 de septiembre, con la estela de dolor que envuelve a los familiares, ha trascendido las fronteras para convertirse en el caso más emblemático de la degradación que se incuba en el Estado Mexicano. Lo ocurrido en Iguala es la prueba más contundente y documentada hasta ahora de cómo funcionan las narcopolicías. Ni la engañosa publicidad federal ni las cuentas alegres del gobierno estatal en materia de seguridad pueden ocultar lo que la masacre del 26 de septiembre evidencia de forma dolorosa y atroz: en México hay instituciones estatales al servicio de la delincuencia organizada, capaces de desatar una violencia brutal contra la población inerme; incluso contra los más jóvenes. Investigar a profundidad esa podredumbre para extirparla como un cáncer, es un desafío tan acuciante como el esclarecimiento de los hechos. Sólo de esa manera se podrá detener el acelerado descenso a la ignominia en que hoy se sumerge Guerrero, la entidad donde hoy ser joven y protestar puede costar la vida a manos de gatilleros que trabajan al amparo del poder.
La historia guerrerense puede contarse a partir de esos hitos de violencia que son las masacres contra el pueblo. Cada uno de estos eventos trágicos ha llevado las señas de identidad de la clase política que en ese momento detentaba el poder; cada uno de estos acontecimientos ha derivado también en sacudidas y terremotos que han marcado la fisonomía de Guerrero. Las secuelas de la masacre del 26 de septiembre son difíciles de anticipar, sobre todo si la justicia no es pronta ni expedita ni transparente. Sólo la acción eficaz de una justicia que esté a la altura del tesón de los familiares de los normalistas podrá detener nuestra constante inmersión en la ignominia. Es tiempo de que el pueblo de Guerrero tome en sus manos la exigencia de justicia, hasta que se esclarezca el paradero de los dignos jóvenes de Ayotzinapa.