*Opinión
Por Luis Eliud Tapia Olivares|Centro Prodh |@EliudTapia
México, DF, 24 de julio. Hace más de 5 años, Ángel Amilcar Colón Quevedo salió de su país natal Honduras, con la esperanza de llegar a Estados Unidos para pagar la atención médica de su hijo. La situación grave y urgente lo obligó a viajar sin documentos migratorios aunque en años pasados había ido a Estados Unidos a eventos relacionados con la labor de derechos humanos que desempeñaba.
Al llegar a nuestro país y cuando estaba a unos kilómetros de pisar suelo estadounidense, fue detenido cerca de una casa en la cual se encontraba como víctima de trata. Frente a esa situación y en lugar de atender su calidad de víctima fue retenido más de 15 horas antes de ser puesto a disposición del Ministerio Público. Durante ese periodo sufrió tortura física y psicológica y fue discriminado. Luego rindió una declaración ministerial amañada en instalaciones militares y escuchando cómo torturaban a otras personas.
El caso de Ángel, no es aislado. Ojalá lo fuese. Sin embargo, Juan Méndez, el Relator de Tortura de Naciones Unidas al finalizar su visita a México en mayo pasado fue contundente al asentar que la tortura es una práctica generalizada en el país. Otros organismos de derechos humanos tanto nacionales como internacionales como la CNDH, Amnistía Internacional y Human Rights Watch han coincidido con él a partir de la documentación de casos.
Para agravar la situación, la respuesta estatal ha asegurado la impunidad casi absoluta de la ocurrencia de este terrible delito puesto que en el periodo que va de 2005 a 2012 únicamente ha habido 4 sentencias por tortura, de las cuales dos están firmes de acuerdo a información proporcionada por el Consejo de la Judicatura Federal.
En ese sentido, abordar las denuncias de tortura hechas por personas detenidas abre dos categorías de obligaciones estatales. Una implica investigar el delito, dar con los responsables, aplicarles las sanciones correspondientes y reparar el daño. Una segunda vertiente impone el deber a las autoridades judiciales de excluir todas las pruebas precedidas de tortura.
En el caso de Ángel Amilcar, ninguna de esas cosas ha sucedido, es decir, Ángel denunció la tortura ante el juez, en junio de 2009 cuando tuvo garantías suficientes para hacerlo y fue hasta el final de 2013 y luego de una solicitud de información del Relator de Tortura de ONU, que la Procuraduría General de la República inició una averiguación previa por tortura. Luego, su declaración ministerial arrancada bajo tortura ha servido para desechar diversos recursos resueltos por el Poder Judicial de la Federación y para mantener con vida un proceso penal que hoy lo tiene privado de su libertad siendo inocente.
Actualmente Ángel, como miles de personas más, espera que el Estado mexicano cumpla con sus obligaciones en relación a la tortura a través de sus instituciones para volver a reunirse con su familia y que además, su caso sea de utilidad para denunciar una realidad alarmante en el país, es decir, que miles de personas migrantes son torturadas para obligarlas a autoincriminarse de delitos que no cometieron.
*Este texto fue publicado inicialmente en la sección de Opinión de La Silla Rota