Por Javier Hernández Alpizar
Desde su etimología, la palabra “víctima” está relacionada con la palabra “sacrificio”; cuando se sacrificaba una víctima (para los dioses desde luego), se entraba en el terreno de lo sagrado. Eso nos da una idea del respeto que debe inspirarnos el tema. Desafortunadamente, la secularización del vocablo para referirse con él a personas que han sufrido una injusticia, violencia, violaciones a derechos humanos, crímenes de lesa humanidad, no solamente implicó su desacralización, sino que el uso repetido del término fue aparejado con su trivialización, entre el sensacionalismo de algunos medios y la incomodidad de los poderes, formales o fácticos, que se ven cuestionados con el reclamo de las víctimas.
De esa manera, la creación, por el gobierno federal, de una institución como Pro Víctima, que en el papel sonaría como un hecho positivo, se convierte en un problema más, en lugar de ser parte de la solución. Nadie duda de la necesidad de una acción decidida a favor de las víctimas en un país que, durante el sexenio que finaliza, ha visto caer abatidos a miles de sus habitantes, reclama la presentación de otros miles de desaparecidos; enfrenta la situación de desplazados, refugiados y exiliados de otros y padece los efectos postraumáticos de miles de personas, entre las sobrevivientes y sus familiares, amigas, compañeros, colegas y conciudadanas de quienes han padecido la violencia y del terror.
Sin embargo, el gobierno federal creó esa institución como reacción defensiva de su imagen, ante el cuestionamiento de un movimiento legítimo, de hondas raíces en el suelo sagrado del dolor de miles de personas que exigen respuesta: el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. Como un intento de arrebatarle banderas a una organización muy importante puede leerse la creación tardía, precipitada e improvisada de Pro Víctima. Esto no ha pasado desapercibido para las víctimas ni para las periodistas críticas: “Creada sobre las rodillas, sin presupuesto ni objetivos claros”, inicia Marcela Turati su reportaje en Proceso. Tanto en esa publicación escrita como en enlace telefónico con Noticias MVS, la reportera ha sintetizado algunos de los elementos que configuran la problemática que la institución arrastra como vicios de origen.
La concepción autoexculpatoria de la situación (la misma que llevó al gobierno de Felipe Calderón a proponer un monumento a las “víctimas del delito” en un campo militar) sostiene la estructura de la institución: “se nombra a Gobernación, la PGR y la Secretaría de Seguridad Pública como los organismos rectores de la Junta de Gobierno de la nueva instancia, y sus titulares como presidentes rotatorios. Incluye también asientos para las secretarías de la Defensa Nacional y de Marina.” En su comentario radiofónico, la periodista mencionó también a personal del CISEN.
Más allá de la desconfianza como marca de nacimiento, de la improvisación y la ausencia de un presupuesto propio, se configura un contrasentido: No se reconoce que los crímenes de lesa humanidad que tendrían que denunciar las víctimas sobrevivientes y sus familiares no son solamente delitos cometidos por el crimen organizado, sino también graves violaciones a los derechos humanos perpetradas por, precisamente, personal de las dependencias a quienes se encarga de atender, entrevistar, tratar y recibir la información (confidencial) y denuncias de las víctimas. ¿Qué confianza puede tener una víctima o familiar que quiera denunciar hechos graves que involucren como presuntos responsables a agentes de Gobernación, la PGR, la Secretaría de Seguridad Pública, las secretarías de la Defensa Nacional y de Marina o el CISEN?
Mediante un enlace telefónico con Carmen Aristegui, la cronista Marcela Turati narró quejas de víctimas, recogidas por ella, que pueden calificarse de prácticas intimidatorias, de revictimización e incluso de espionaje: gestión de las llamadas telefónicas a cargo de un marino; víctimas entrevistadas por un militar que no cree en la víctima y se lo hace saber por error en un correo electrónico interno; psicólogos que insisten a familiares de desaparecidos en que los olviden y acepten programas de asistencia social; personal que ante el reclamo airado de víctimas llama por teléfono a la PGR para pedir ayuda porque “me intentan secuestrar”; y personas que denuncian haber sido engañadas para firmar documentos en los cuales niegan la figura de desaparición forzada, lo cual les obstaculiza llevar el caso a instancias internacionales.
La cercanía de organizaciones contra el secuestro afines a la estrategia bélica de Calderón (las cuales comparten con él rasgos como centrarse en la seguridad nacional, entendida como seguridad del Estado, la tendencia al populismo punitivo y la apuesta al derecho penal del enemigo) completa un perfil inadecuado. Pareciera que “pro” víctima se propone no como estar a favor de ellas, sino por hacer víctimas a más personas. Más que correcciones de fondo, se necesita partir de nuevo, con otras bases, como los derechos humanos, los estándares internacionales para el tema y un modelo se seguridad ciudadana.
Las víctimas no son efectos colaterales que deban tratarse mediante operaciones de control de daños.