INTRODUCCIÓN

«Cuando te pasa esto lo primero que pierdes es la estabilidad emocional, luego viene lo económico y poco a poco vas perdiendo todo, hasta las amistades.»

María Herrera Magdaleno, madre de los desaparecidos Raúl, Salvador, Luis Armando y Gustavo

En enero de 2020, el Gobierno federal cifró el número provisional de personas desaparecidas desde la década de los sesenta en 61 mil 637; el 97% de éstas habrían desaparecido entre los años 2006 y 2019, es decir, a partir del inicio de la militarización de la seguridad pública. Esta abultada cantidad no incluye todavía la información de diez estados que no la han entregado; es decir, es esperable un aumento significativo en la estadística. Además, hay una cifra negra sin estimar de las personas que, principalmente por miedo, no denuncian.

El informe, presentado por el subsecretario de Derechos Humanos, Población y Migración y por la titular de la Comisión Nacional de Búsqueda, señala que del total de personas desaparecidas, el 74 por ciento son hombres y el 25 por ciento son mujeres. El mayor número de casos se da en hombres de 20 a 29 años de edad y en mujeres de 15 a 24.

El documento también consigna que, entre el 1 de diciembre de 2018 y el 31 de diciembre de 2019, fueron encontradas 874 fosas clandestinas con restos de mil 124 cuerpos, de los cuales solamente se han identificado 395 y entregado a sus familias a 243. La cifra de fosas clandestinas, sumadas desde 2006, llega a las 3 mil 631.

Más allá de la polémica por la metodología empleada para hacer estas estadísticas1, lo que es cierto es que los números nos pueden dar un indicio del alcance y profundidad de la tragedia que representa la desaparición hoy en día. Cada uno de esos más de 60 mil casos de personas sustraídas tiene detrás a una familia viviendo continuamente en el dolor y a una comunidad rota por la violencia y la impunidad, pues las desapariciones, por regla general, no son investigadas, las personas no son devueltas a sus familias y la sociedad no accede al conocimiento de las dinámicas y la identidad de los perpetradores de esta grave violación a los derechos humanos.

Al igual que durante las décadas de los sesenta a los ochenta del siglo pasado, la impunidad de las desapariciones ha sido enfrentada primordialmente por la resiliencia y la fuerza de las familias de las víctimas. A través de la organización en colectivos, la movilización en las calles, la búsqueda directa y la incidencia política, las familias han reconfigurado tanto el mapa de la sociedad civil organizada como la caracterización de las víctimas de violaciones a derechos humanos, han logrado que su voz se escuche y han señalado los puntos álgidos de la situación.

Dentro del movimiento de familiares de víctimas, las mujeres juegan el papel principal. Son la amplia mayoría de quienes se organizan y movilizan, sin que se la sociedad conozca y reconozca el rol que están desempeñando para enfrentar la crisis. De la misma manera, son quienes reciben la mayoría de los impactos como víctimas indirectas, tanto por su número dentro de las organizaciones como por su situación específica de género.

Desde el Centro Prodh nos dimos a la tarea de entrevistar a nueve mujeres que son parte de los colectivos de familiares para conocer su experiencia ante el aparato de justicia, las consecuencias económicas, físicas y sicológicas que les ha traído la desaparición y la búsqueda y su papel como sujetas políticas. Los hallazgos, si bien no pueden ser tomados como un estudio sociológico –este material fue planteado como un reportaje– sí nos permiten a las organizaciones acompañantes, a la sociedad en general y al mismo movimiento de familias comenzar a dimensionar los impactos en las mujeres que buscan a quienes nos faltan a todos, apreciar el trabajo que hacen e imaginar formas de solidaridad con ellas y sus colectivos.