Los procesos legislativos no suelen ser seguidos de procesos de aplicación sostenidos y coordinados. Aprobadas las leyes, el problema se desatiende y desde el sector público poca o nula atención se brinda al cumplimiento de estos instrumentos.

Frente a la crisis de violencia y violaciones a derechos humanos que México vive desde 2006, la respuesta del Estado en muchas ocasiones ha sido impulsar nuevos marcos jurídicos que específicamente atiendan las problemáticas derivadas de esta crisis.

Publicado originalmente el día 18 de mayo de 2021, en «La lucha cotidiana de los derechos humanos».

La aprobación de estas leyes no es menor. Al reconocer los fenómenos y nombrarlos, generan un nuevo piso desde el que las víctimas, sus familiares y las organizaciones que les acompañan pueden exigir derechos con más dignidad. También permiten el desarrollo de una incipiente institucionalidad para atender tales problemáticas.

No obstante, estos procesos legislativos no suelen ser seguidos de procesos de aplicación sostenidos y coordinados. Aprobadas las leyes, el problema se desatiende y desde el sector público poca o nula atención se brinda al cumplimiento de estos instrumentos. Así, la evaluación sobre el cumplimiento cabal de estas leyes especializadas queda a merced de la capacidad de exigencia que puedan generar la sociedad civil y las víctimas.

Este proceder coloca a la aprobación de dichas leyes en una condición de ambigüedad, pues aún cuando representan triunfos de la sociedad y posibilitan una mejor atención de problemáticas acuciantes, al no ser plenamente aplicadas terminan afirmando la percepción de que se trata de instrumentos de simulación.

Así ha ocurrido, como recientemente recordó la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), respecto de varias de las herramientas que se incluyeron en la Ley General en Materia de Desaparición Forzada de Personas, Desaparición Cometida por Particulares y del Sistema Nacional de Búsqueda de Personas, que se consideraron un avance importante cuando la ley se promulgó en 2017 y que a la fecha son inexistentes: el Programa Nacional de Exhumaciones e Identificación, el Programa Nacional de Búsqueda, el Banco Nacional de Datos Forenses y el Registro Nacional de Personas Fallecidas y No Reclamadas.

La falta de desarrollo de estas herramientas es grave. Más allá de discursos y voluntades políticas, dar contenido a estas figuras es lo que asegura que empiecen a atenderse los problemas con perspectiva de Estado y visión transexenal. No sólo se juega en ello, por tanto, el cumplimiento de la ley, sino también el que la respuesta sea institucional y formal.

Precisamente por este contexto es destacable el reciente logro de la Secretaría Técnica de Combate a la Tortura, Tratos Crueles e Inhumanos del Instituto Federal de la Defensoría Pública (IFDP). En una serie de litigios, derivados de casos en donde elementos de la Secretaría de Marina (Semar) cometieron actos de tortura, la Defensoría Pública Federal mostró ante los tribunales federales que la Fiscalía General de la República (FGR) ha incumplido con su obligación de establecer y coordinar un Registro Nacional del Delito de Tortura (RENADET) en términos de la Ley General para Prevenir, Investigar y sancionar la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes. En consecuencia, el Noveno Tribunal Colegiado en Materia Penal del Primer Circuito, retomando los planteamientos de los defensores públicos federales pero también los estándares internacionales aplicables, ordenó a la FGR establecer a la brevedad la infraestructura tecnológica necesaria para que funcione el RENADET.

Sin duda, este litigio deja varias lecciones. Por un lado, que las figuras de avanzada que contienen algunas de las leyes que han sido aprobadas para atender la crisis de derechos humanos permanecen sin desarrollarse en la realidad, lo que entraña el riesgo de que dichas leyes se devalúen y no cumplan el propósito para el que fueron aprobadas. Por otro, que el Poder Judicial de la Federación (PJF) puede actuar como contrapeso ante la inobservancia de estas leyes.

El caso también muestra el relevante papel que ha empezado a desempeñar el IFDP en la defensa de los derechos humanos, mismo que no siempre cumplió en el pasado como -por ejemplo- documentó la Oficina en México de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH), en su informe Doble Injusticia, respecto del caso Ayotzinapa. Esta importante función debe aún potenciarse con medidas como aumentar el número de asesores jurídicos en los estados donde estos representan, en los hechos, la única opción para que las personas más empobrecidas puedan interponer juicios de amparo cuando se violan sus derechos.

Para un cambio de fondo, dicho entendimiento renovado sobre el papel de las defensorías públicas también tendría que contagiarse a las defensorías de las entidades -y no sólo limitarse a la defensoría federal- pues son estos cuerpos de abogados y abogadas los que representan al más alto número de personas y, en muchas ocasiones, siguen realizando su importante actividad en condiciones indignas, sin independencia y sin recursos, lo que les lleva a convalidar los abusos de las procuradurías.

En derechos humanos, la legislación que se ha venido aprobando respecto de la atención a las víctimas y la prevención e investigación de la tortura y la desaparición corre el riesgo de permanecer inaplicada si no se toman en serio las obligaciones que contiene. Ante la indiferencia de algunos de los sujetos obligados, es la acción de otros actores -como la defensoría, las víctimas o la sociedad civil- la que visibiliza esos incumplimientos. Estas iniciativas son importantes y cumplen una función primordial: no hay que dudarlo, más que en los discursos que niegan contra toda evidencia que en México se sigan violando los derechos humanos, es en el cumplimiento pleno de estas obligaciones previstas en las leyes donde puede evaluarse el compromiso gubernamental con el tema.