El regreso del general Cienfuegos a México es un preocupante mensaje de la preponderancia militar en la actual administración. Además, abre la posibilidad de que se consolide de forma definitiva la impunidad castrense en el país.

La decisión del Departamento de Justicia de los Estados Unidos de desistir de la acusación presentada contra quien fuera el titular de la Secretaría de la Defensa Nacional puede leerse como un triunfo diplomático de México, pero constituye, a la vez, un preocupante mensaje de la preponderancia militar en la actual administración. Además, abre la posibilidad de que se consolide de forma definitiva la impunidad castrense en el país.

Publicado originalmente el día 19 de noviembre de 2020, en «La lucha cotidiana de los derechos humanos».

Que las gestiones diplomáticas se hayan volcado al rescate del General Cienfuegos confirma que la profundización de la militarización en este sexenio -con la creación de la Guardia Nacional, pero también con la extensión de la participación castrense en los más diversos ámbitos de la vida pública- ha brindado a las Fuerzas Armadas una notoria preeminencia en la actual administración, que puede modificar el modelo al que se habían ajustado las relaciones cívico militares en la historia reciente del país.

Pero también, desde la óptica de la justicia, el regreso del General puede terminar sedimentando la política de impunidad castrense que ha prevalecido en México. Es poco probable que a nivel nacional exista una investigación pronta y exhaustiva, pues las indagatorias sobre actos de corrupción o violaciones a derechos humanos cometidas por elementos de las Fuerzas Armadas suelen desembocar en impunidad. Las fiscalías temen investigar con seriedad los delitos que cometen los castrenses, en buena medida por el contexto de empoderamiento militar que vivimos; además, las Fuerzas Armadas no se han caracterizado nunca por cooperar con las instancias civiles para el avance de dichas investigaciones.

Para que en el caso en cuestión ocurra ese eventual desenlace de impunidad comienzan ya a trabajar las voces cercanas a los castrenses. Se dice, por ejemplo, que la decisión del Departamento de Justicia pudo estar mediada por la debilidad de la prueba que motivó la acusación, sin que nada en la posición formal de los fiscales norteamericanos -que insistieron hasta el final en la solidez de dichas pruebas- permita llegar a esa afirmación. Con la misma ligereza se delinea ya una salida procedimental propia de nuestro deficiente y formalista sistema jurídico, al sugerir que la prueba recabada para la acusación no podría convalidarse en una causa penal mexicana por vicios formales, aún cuando estos elementos probatorios no se han hecho públicos y es temprano para hacer esa valoración.

En la misma lógica, se habla ya de que tendrían que ser las instituciones de justicia militar las que conozcan la investigación que debe realizarse, bajo la premisa de que subsiste el fuero militar en el caso, cuando en realidad, pese a que la interpretación de los tribunales federales ha sido un tanto inconsistente, por virtud de las reformas de 2014 y por el carácter vinculante de los estándares internacionales en la materia, no debería prevalecer el fuero militar pues no puede sostenerse que los delitos de delincuencia organizada atentan primordialmente contra la disciplina castrense objetivamente valorada, ni mucho menos podría presumirse la independencia o imparcialidad de los órganos militares de justicia para procesar un caso de esta envergadura.

En este escenario, el desafío es para la Fiscalía General de la República y nada en la historia reciente permite presumir que ésta actuará como instancia de fiscalización externa en un caso que involucra a quien en el pasado encabezó la Sedena, cuando se ha mostrado incapaz de llevar ante la justicia a militares de menor grado involucrados en actos de corrupción o violaciones a derechos humanos, siendo siempre complaciente con la cadena de mando. Ahí está el caso Tlatlaya para acreditarlo.

Por lo pronto, el inicio de la anunciada investigación nacional no es prometedor. En vez de anunciar la creación de una unidad especial para indagar el caso encabezada por un Fiscal probo con suficientes facultades legales, un ministerio público anónimo cuya adscripción no ha sido informada a la opinión pública se limitó a informar al General de la existencia de una carpeta de investigación.

No es poco lo que en este sexenio se ha dado a las Fuerzas Armadas, que no sólo han obtenido el regreso del General Cienfuegosblindaje jurídico para intervenir en seguridad pública, sino que también participan ahora en otras actividades. A cambio, los castrenses han dado muy poco en derechos humanos y lucha contra la corrupción: regatean su participación en actos de reconocimiento de responsabilidad internacional, como ocurre en el Caso Alvarado; cabildean contra iniciativas relevantes de política exterior en derechos humanos, como lo hicieron para retrasar el reconocimiento de la jurisdicción para peticiones individuales del Comité contra las Desapariciones Forzadas (CED); no contribuyen a que haya justicia en casos emblemáticos, como sucede en Tlatlaya y tantos otros; no han modificado su tradicional rechazo a reconocer su implicación en graves violaciones a derechos humanos durante el período de la “Guerra Sucia” y la reciente “Guerra contra el Narcotráfico”; investigan infructuosamente y sin controles externos, desde los propios órganos militares, los casos de corrupción que les atañen, como los vinculados al empleo de empresas factureras fantasma en la realización de obra pública; y, finalmente, defienden a militares implicados con la delincuencia organizada, como hacen en el caso Ayotzinapa -en el que por lo mismo, cabe decir, hay que ponderar los recientes avances en el caso-.

Precisamente por este contexto de creciente protagonismo militar, si este reciente episodio no concluye con un procesamiento penal adecuado y transparente, se estará confirmando que en México el Ejército es intocable y que aquí la impunidad castrense es la norma.