39 niños, niñas y adolescentes han sido aseinados en Sinaloa desde que se agudizó hace ya ocho meses la batalla intestina entre Los Chapitos y La Mayiza. La solidaridad con las víctimas y con la lastimada sociedad sinaloense tendrían que ser unánimes.

La realidad atroz que desde hace meses enfrenta Sinaloa ha sido documentada, sobre todo, a través del valiente trabajo de los medios locales, que en la senda del recordado Javier Valdez realizan su labor profesionalmente en medio de grandes riesgos: Noroeste con Adrián López y todo el equipo; Ríodoce con Ismael Bojórquez y sus colaboradoras; o periodistas que publican en diversos medios como Marcos Vizcarra y muchos otros y otras.

De acuerdo con la información que estos medios han reporteado, son ya 39 los niños, niñas y adolescentes que han sido privados arbitrariamente de la vida en ese estado, desde que se agudizó hace ya ocho meses la batalla intestina del Cartel de Sinaloa.

39 personas menores de edad privadas de la vida son 39 familias destruidas. 39 tragedias que ponen rostro a una crisis que indebidamente se ha venido normalizando, con el correr de los meses. Cada una de esas vidas, truncadas de forma temprana y abrupta, debería doler. Cada una de las familias que han perdido a sus seres queridos debería estar acompañada por esas autoridades que les fallaron en uno de los deberes más básicos y esenciales: proteger la vida.

Ya sea que se trate de muertes atribuibles a la acción de la delincuencia organizada; que se relacione con muertes provocadas por la acción del Estado, o que la responsabilidad recaiga en estructuras híbridas, en las que la línea entre gobierno y crimen no es ya distinguible, la solidaridad con las víctimas y con la lastimada sociedad sinaloense tendrían que ser unánimes.

Cuando en alguno de estos casos la evidencia apunta que se trata de una ejecución extrajudicial atribuible a servidores públicos, la tragedia adquiere visos particulares. Porque si las autoridades que deben restablecer la paz incurren en violaciones a derechos humanos, la legitimidad de la intervención del Estado queda en entredicho: es el respeto a la legalidad y a los derechos humanos lo que puede distinguir el orden que pretenden reinstaurar las fuerzas del Estado del orden opresivo que impone la macrocriminalidad en estados como Sinaloa.

Por eso, el caso de las niñas Leydi y Alexa, privadas violentamente de la vida el pasado 6 de mayo, demanda atención especial. Aunque al principio los hechos en los que fueron asesinadas se caracterizaron como “fuego cruzado” entre criminales y fuerzas armadas, los testimonios apuntan hoy a la responsabilidad de los militares.

El caso se ajusta a patrones ampliamente documentados los últimos 15 años: eventos en los que elementos militares abren fuego indiscriminadamente contra un vehículo que perciben “amenazante” y matan a sus tripulantes civiles. Lo que suele ocurrir después ha sido también documentado con amplitud: el Ejército, ignorando el sentido de las reformas para acotar el fuero militar, actúa como primer respondiente y modifica la evidencia, controlando además la comunicación. Todo con la pasiva complicidad de las autoridades civiles, arrinconadas por el incremento de la militarización.

El caso de las niñas Leydi y Alexa recuerda a otros que han afectado a las infancias, y también a otros abusos militares. En 2008, en la misma zona, el Ejército masacró a un grupo de personas que tripulaban un vehículo civil. Entonces, los castrenses también intentaron reportar que había sido un enfrentamiento. Se toparon, sin embargo, con la dignidad y la determinación de Reynalda Morales Rodríguez, viuda de una de las personas ejecutadas, que emprendió una lucha ejemplar para restituir el nombre y la reputación de quien fuera su cónyuge, llegando incluso a la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) y a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).

Lamentablemente, en el marco del caso impulsado por Reynalda, las autoridades federales consintieron que el Ejército permaneciera al margen del proceso de cumplimiento de la resolución de la CIDH, como se ha vuelto costumbre en últimas fechas a causa de la creciente militarización. El resultado está a la vista: al no avanzarse en las medidas de no repetición y al cuidar a toda costa la posición castrense, hechos prácticamente idénticos se han repetido. De hecho, ha sido Reynalda Morales Rodríguez quien ha asistido a los familiares de Leydi y Alexa en los primeros días, como una muestra de las conmovedoras expresiones de solidaridad victimal que abundan en nuestro herido país.

Pero aun cuando los hechos son idénticos, hay contraste entre 2008 y 2025: en aquel caso, la reacción de la prensa nacional y de la sociedad fue expedita. Hubo conmoción. Ahora, no. Un ejemplo lo muestra: con sus deficiencias, en 2008 la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) intervino, documentó y a la postre emitió recomendación acreditando ejecuciones. Ahora, el ombudsman local de Sinaloa, el muy reconocido Óscar Loza, ha tenido que pedir públicamente la intervención de la Comisión Nacional pues ésta, temerosa y complaciente como ha sido ante el empoderado Ejército, no inició desde los primeros días una investigación diligente sobre el caso.

Leydi, Alexa y cada una de esas vidas de los 39 niños, niñas y adolescentes asesinados en Sinaloa son un recordatorio doloroso del México real. Dejar de denunciar esas tragedias; no demandar justicia para ellas y sus familias; no insistir en que rinda cuentas el Ejército; no señalar la militarización rampante o relativizarla; callar ante la inoperante CNDH, o reproducir acríticamente la narrativa de que en seguridad las cosas van muy bien, como si no existieran Sinaloa y otras entidades en crisis, son todas posiciones que sólo normalizarán y perpetuarán las escenas desgarradoras de escuelas primarias en las que niños y niñas se despiden, con globos blancos y rostros tristes, de sus pequeñas compañeras que no debieron morir.

Publicado originalmente el día 21 de mayo del 2025, en «La lucha cotidiana de los derechos humanos».