En junio de 2021 se cumple la primera década de la reforma constitucional por cuya virtud los derechos humanos quedaron al centro del ordenamiento jurídico mexicano. Como suele ocurrir cuando se llega a un aniversario emblemático, cunden los balances y análisis sobre lo que estos diez años han significado en nuestra historia constitucional.
Por las características que presenta la realidad mexicana, los balances suelen propender hacia los extremos: o se afirma que ocurrió un cambio profundo —un nuevo paradigma surgió, se dice—; o se sostiene que la reforma fue irrelevante dado que en la vida de las mayorías excluidas la vigencia de los derechos humanos sigue siendo, más bien, una evanescente promesa de papel.
Publicado originalmente el día 10 de junio de 2021, en «El juego de la Corte».
La realidad parece dar razón a esta segunda perspectiva, pues en los años posteriores a la reforma ocurrió en el país una de las más severas crisis de derechos humanos del continente, que hoy se expresa en los más de 80 000 desaparecidos y desaparecidas que le faltan a México y en las más 250 000 muertes que ha dejado, desde su intensificación en 2006, la llamada “Guerra contra el Narcotráfico”.
Para las organizaciones que nos dedicamos a la defensa de los derechos humanos, como ocurre en el caso del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez A. C. (Centro Prodh), esta ambivalencia es especialmente tangible. Porque ya realizábamos nuestra labor antes de la reforma, cuando no contábamos con un andamiaje legal apropiado para ello y porque con muchos pugnamos por esta modificación, reconocemos la relevancia de los cambios y empleamos en nuestro trabajo cotidiano los principios, las obligaciones, los derechos y las pautas interpretativas surgidas de la reforma. Simultáneamente, porque defendemos en el presente a familiares de personas desaparecidas o ejecutadas después de 2011; porque representamos a personas que han sido injustamente presas o torturadas con la reforma en vigencia; y porque lidiamos día a día con autoridades de los tres poderes y de los tres niveles de gobierno que siguen actuando como si la reforma no existiera, no podemos suscribir un balance halagüeño.
Ilustración: Patricio Betteo
Esta ambivalencia no es exclusiva de un contexto como el mexicano. Por ello, para hacer un balance de la primera década de la reforma sin obviar esta ambigüedad, evitando tanto el extremo de pensar que cambiar el derecho es cambiar la realidad como el extremo de considerar que las reformas legales de derechos humanos son mera simulación, puede ser útil buscar otros referentes.
En su libro clásico La revolución de los derechos: abogados, activistas y cortes supremas en perspectiva comparada (Siglo XXI, Buenos Aires, 2013), Charles Epp analiza cuáles son las circunstancias que pueden repercutir en saltos cualitativos relevantes para la vigencia de los derechos humanos, a partir de la revisión de los procesos seguidos en varios países de common law. Como es sabido, Epp concluye que para que una “revolución de derechos” ocurra es indispensable la movilización desde abajo, especialmente mediante “estructuras de sostén” en las que concurran abogados, movimientos sociales y organizaciones civiles dedicadas a la defensa de derechos, con suficiente acceso a fuentes de financiamiento como para sostener litigios y movilizaciones prolongadas. Además, señala Epp, es relevante —aunque no determinante, en su perspectiva— que surjan juzgadores aliados; que exista apoyo público a la reivindicación de derechos; que se “democratice” el acceso a la justicia para los más pobres; y que cambien las estructurales legales que impiden impulsar la agenda de derechos.
Tomando esta perspectiva, cabe preguntar si hemos tenido en México una “revolución de derechos” a partir de 2011 e introducir en el balance una revisión de los factores que Epp identifica.
En cuanto a la movilización desde abajo, la década transcurrida no deja dudas sobre la pujanza de activistas, movimientos sociales y organizaciones de derechos humanos. Son incontables los intentos, en estos diez años, de dar contenido a la reforma de derechos humanos con litigios e iniciativas creativas para reivindicar ante los más diversos mecanismos de garantía institucionales múltiples derechos. A lo largo de esta década ha habido una intensa movilización colectiva en torno a los derechos que, en muchas ocasiones, con mayor o menor éxito, ha hecho uso con tácticas diversas del lenguaje que desde 2011 provee la Constitución. En esta abundancia de iniciativas quizá se encuentre la mejor razón para mirar con cierto optimismo el provenir
Desde el Centro Prodh, como muchas otras organizaciones civiles, a partir de los procesos de defensa integral de derechos humanos que acompañamos, hemos intentado hacer en estos años nuestra humilde contribución a este avance con litigios novedosos para defender a sobrevivientes de tortura; a familiares de desaparecidos; a personas indígenas sometidas a procesos penales injustos; a victimas de la militarización, entre otros muchos procesos.
Sin soslayar esta realidad, otros factores identificados por Epp no han estado presentes en el contexto mexicano: la disponibilidad de recursos para sostener movilizaciones por derechos en México es escasa y ni desde el ámbito público ni desde el ámbito privado esta condición se modificó ostensiblemente después de 2011. En cuanto al apoyo público, el involucramiento de instancias de Estado en estas reivindicaciones ha sido, por decir lo menos, intermitente: el sistema ombuds person no ha empleado a cabalidad la facultad de presentar acciones de inconstitucionalidad que desde 2011 detenta. La anterior gestión de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) intentó revertir esta inercia, pero hoy, con la actual, se encuentra de nuevo en retroceso; en las comisiones estatales, lo que suele privar es la sumisión al gobernador en turno. Y si miramos hacia la defensoría pública, apenas ahora el Instituto Federal de la Defensoría Pública (IFDP) ha asumido plenamente su función como instancia garante de derechos, si bien aún debe aumentar el número de asesores jurídicos que, en no pocas entidades de la República se vuelven el único cuerpo disponible para solicitar representación jurídica gratuita en un litigio de amparo. Empero, en los estados las defensorías públicas siguen muy limitadas, concentrando predominantemente sus esfuerzos en el ámbito penal —en algunos estados, es prácticamente imposible, por ejemplo, que una mujer pobre fuera de la capital acceda a representación legal gratuita de calidad para presentar una demanda por pensión alimenticia—, trabajando en condiciones indignas y siendo susceptibles a la injerencia indebida de otras instancias, sobre todo de las fiscalías de justicia locales.
Tampoco en estos diez años se han dado avances sustantivos hacia la democratización del acceso a la justicia. Obtener asesoría jurídica y representación de calidad sigue siendo una quimera para quienes no cuentan con los recursos económicos suficientes en México. Por otro lado, las barreras estructurales de la justicia mexicana no han cedido: el acceso al juicio de amparo no es tan sencillo como debería ser y reformas que aspiraban, precisamente, a simplificar dicho acceso han naufragado por el entendimiento estrecho que sigue privando en numerosas instancias judiciales: por ejemplo, el interés legítimo que con esta vocación se introdujo en la Ley de Amparo, se sigue interpretando de manera restrictiva en buena parte de los juzgados de distrito del país. Y aunque sin duda a nivel federal y especialmente en la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) han surgido jueces y juezas que asumen a cabalidad el nuevo contexto constitucional y hacen propia la agenda de derechos, no sería honesto afirmar que esta es la realidad de todo el Poder Judicial de la Federación y, mucho menos, de los poderes judiciales locales, que en no pocas entidades siguen careciendo de condiciones básicas de independencia.
Algo similar ocurre en el ámbito de la procuración de justicia. Las procuradurías han cambiado su nombre pero no sus prácticas: la mayor parte de las fiscalías distan de haber reconvertido su quehacer cotidiano a la luz de la reforma de 2011 y no se conciben como órganos protectores de derechos. En buena medida por ello la impunidad sigue campeando.
Ante este panorama, para un contexto mexicano quizá la mejor manera de hacer un balance sobre la primera década de la reforma de derechos humanos no sea elaborar el enésimo recuento de las tesis de la SCJN o un nuevo panegírico sobre el papel de determinado ministra o ministro en el Pleno, sino más bien adoptar la perspectiva de Epp y analizar cómo se encuentran en el país las estructuras de apoyo a las luchas por los derechos; el apoyo público a esta agenda; el ensanchamiento de esa estrecha puerta mediante la que se accede a la justicia que es el derecho procesal; el desamparo de las víctimas ante la impunidad; la provisión de servicios jurídicos para los más pobres. Tal vez esa perspectiva sea más productiva y nos ayude, además, a trascender tanto el optimismo ingenuo ante la reforma como el pesimismo cínico frente a sus resultados. Porque esa perspectiva permite concluir que aunque la reforma es relevante y aún cuando hemos avanzado en el reconocimiento de derechos, no hemos avanzado en crear garantías efectivas para asegurar su cumplimiento, accesibles para quienes más necesitan esa protección.
En todo caso, en tiempos donde la trascendencia de estos cambios constitucionales se relativiza y donde se minimiza el aporte que realizan movilizaciones sociales que no ocurren en clave partidista o que no desembocan en la asunción del poder estatal, asumir esta perspectiva nos recuerda también que los cambios constitucionales importan, sobre todo cuando los actores sociales —todos: Estado, sociedad civil, movimientos sociales, personas— se apropian de ellos y generan dinámicas de interacción dialógica y constructiva. Sólo así puede ocurrir una “revolución de derechos”. Es importante, por ello, defender la reforma de 2011: la salida de la crisis de derechos humanos se construirá sobre ella, no contra ella, en la medida en que entre todos y todas profundicemos la interminable reivindicación de la cultura de derechos que ahí, como una promesa inspiradora pero siempre inalcanzable, quedó sembrada.