Es necesario recordar que la crisis que México enfrenta desde hace más de una década no se ha revertido. Afirmar que en México el Estado ya no viola los derechos humanos distrae la atención de los inmensos retos que, incólumes, siguen ahí.
En Quintana Roo, a una protesta contra autoridades municipales se le responde con el uso excesivo de la fuerza pública. En Guanajuato y Jalisco, policías estatales privan arbitrariamente de la vida a una persona al realizar una detención arbitraria. En Chihuahua y Tamaulipas elementos de la Guardia Nacional y del Ejército incurren en ejecuciones arbitrarias. En Veracruz, Guerrero, Sonora y otras tantas entidades, familiares de personas desaparecidas, cargando en su espalda la más atroz desesperación y unas cuantas palas, siguen abriendo con sus manos fosas clandestinas.
Publicado originalmente el día 20 de diciembre de 2020, en la revista Proceso
En el sureste, pueblos y comunidades indígenas demandan que se les consulten los proyectos de desarrollo que pretenden implementarse en sus territorios. En la Ciudad de México y todo el país, las mujeres salen a la calle a exigir con dignidad su derecho a una vida libre de violencia.
Así llegamos en México este 10 de diciembre de 2020, año de la pandemia, a un aniversario más de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Por ello es pertinente recordar que la crisis en este ámbito no ha cedido.
Como señalamos aquí hace un año, a nivel federal el inicio de sexenio fue de claroscuros. Por un lado, fueron promisorios el énfasis en reducir la desigualdad, los reconocimientos de responsabilidad en casos pendientes, la aceptación de la crisis de derechos humanos en instancias internacionales, la determinación de esclarecer casos emblemáticos aún impunes, la reforma laboral en clave de derechos y la ampliación de la protección a las trabajadoras domésticas.
Por otro, fueron decepcionantes la política migratoria regresiva; la profundización de la militarización de la seguridad, aunada al incremento del protagonismo castrense; el retroceso en la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y en las instancias de atención victimal; el excesivo punitivismo penal y la retórica cargada de generalizaciones negativas contra la sociedad civil.
En medio de estas contradicciones se debatía la agenda de derechos humanos cuando el país y el orbe entero fueron azotados por la pandemia. El covid, con su estela de dolor y zozobra, impactó también en los derechos humanos.
Así, los órganos de protección de la ONU, en sus “Directrices Relativas al covid-19”, señalaron desde el comienzo su preocupación por los estados de excepción u otras figuras análogas, tales como la suspensión o restricción de derechos; por las afectaciones a quienes se sitúan en especial riesgo, como el personal de salud, las personas con discapacidad, los migrantes, las minorías, los adultos mayores, niños y niñas, las personas privadas de la libertad y las personas indígenas; por la necesidad de prevenir la discriminación contra quienes han sido contagiados; por la falta de acceso pleno al derecho a la salud, no como mero servicio público, sino como verdadero derecho humano; y por el impacto en el goce de los derechos de la crisis económica, entre otras cuestiones.
La evaluación final del desempeño del Estado mexicano frente a la pandemia necesariamente deberá incluir un análisis de lo hecho en estos rubros, poniendo en el centro a las más de 100 mil familias que pasarán esta temporada decembrina echando de menos a alguien.
Dejando de lado por ahora esa discusión, el recuento de realidades como las aludidas al comienzo de este texto obliga a insistir en que la crisis de derechos humanos continúa y que, en el marco de la pandemia, las luces de inicio de sexenio empiezan a ser opacadas por las sombras que hoy se ciernen sobre la agenda de derechos.
Sin duda una de las más preocupantes por sus alcances es la creciente militarización. El carácter civil de la Guardia Nacional es letra muerta de la Constitución y, por causa del acuerdo presidencial de mayo de este año, la Fuerza Armada Permanente está a cargo de la seguridad pública en todo el territorio, como nunca antes había ocurrido.
Esto no sólo puede desembocar en más violaciones a los derechos humanos, como las ejecuciones extrajudiciales ya documentadas; también puede redundar en la imposibilidad fáctica de lograr, algún día, el retiro paulatino de las Fuerzas Armadas de las labores de seguridad pública.
El poderío militar sin rendición de cuentas va en ascenso, y el rescate de quien fuera titular de la Secretaría de la Defensa Nacional del proceso penal que ya enfrentaba constituye la expresión más acabada de ello.
También está la sombra de la descalificación de quienes, desde la defensa de derechos humanos o el periodismo independiente, contribuyen a examinar críticamente la realidad. Ahí está la estigmatización de organizaciones que durante décadas han caminado con los más excluidos, como ha ocurrido respecto de quienes han denunciado los impactos del Tren Maya en consonancia con diversos mecanismos internacionales de derechos humanos de la ONU.
O incluso podemos señalar sombras como la de la impunidad, pues a diferencia de lo que ha ocurrido en cuanto a la corrupción del pasado sexenio, respecto de las graves violaciones a derechos humanos cometidas en los últimos años, no se ha registrado un esfuerzo renovado para llevar ante la justicia a los perpetradores. Atenco, Tlatlaya, el caso de la familia Trujillo y cientos de casos así lo confirman. En este ámbito, las fiscalías de todo el país no cambian.
En este contexto, avances tan relevantes como los alcanzados este año en el caso Ayotzinapa o como el reconocimiento de la competencia para recibir casos individuales del Comité de la ONU contra las Desapariciones, corren el riesgo de perder impacto estructural. Para que esto no ocurra, es indispensable ampliar los esfuerzos en materia de justicia, verdad, memoria, reparaciones y garantías de no repetición hacia esquemas abiertos a la participación de víctimas y organizaciones civiles, con más acompañamiento internacional.
Especialmente, es urgente dar pasos decididos contra la impunidad, impulsando los cambios de fondo que demandan nuestras colapsadas fiscalías y garantizando que sectores hoy fortalecidos, como el castrense, rindan cuentas. Es indispensable, también, atender los reclamos de las víctimas e implementar medidas extraordinarias para enfrentar, con un verdadero esfuerzo de Estado y con procesos coordinados y colaborativos entre la Federación y los gobiernos estatales, el rezago forense.
Hoy por hoy, gracias al esfuerzo de las autoridades federales y a la insistencia de los colectivos, se siguen descubriendo fosas clandestinas; sin embargo, si los restos rescatados se quedan en las morgues en medio de la negligencia de las fiscalías y del rebasamiento de las instituciones periciales, el agravio se seguirá acumulando.
En el marco del día de los derechos humanos es necesario recordar que la crisis que México enfrenta desde hace más de una década no se ha revertido. Afirmar que en México el Estado ya no viola los derechos humanos distrae la atención de los inmensos retos que, incólumes, siguen ahí.