Al conmemorar el Día internacional de los derechos humanos, conviene hacer un balance sobre dónde estamos en México en esta materia.
El arranque del sexenio fue de claroscuros. Por un lado, avances: nombramientos promisorios; reconocimiento de la crisis; reinstalación del sistema nacional de búsqueda de personas desaparecidas; disculpas públicas; revisión de casos emblemáticos; recuperación de derechos laborales; y políticas contra la desigualdad. Por otro, retrocesos: militarización; proyectos de desarrollo en territorios indígenas sin consulta; retórica contra la sociedad civil; debilitamiento de la CNDH; pérdida de instrumentos presupuestales para atención victimal; y una visión marcadamente punitivista de la justicia penal.
Artículo de opinión de Santiago Aguirre, Director del Centro Prodh, publicado originalmente el día 10 de diciembre de 2020, en la versión digital del diario
En estas contradicciones estábamos cuando llegó la pandemia. Ésta, con sus dolorosos estragos, está dejando numerosos impactos en derechos humanos, que en el balance final de la actuación del Estado ante el COVID tendrán que aquilatarse. En este marco, se han incrementado las preocupaciones vislumbradas al inicio de sexenio.
Por ejemplo, aumentó la militarización. El Acuerdo Presidencial de mayo de este año, por el que se autorizó el despliegue de la Fuerza Armada Permanente para tareas de seguridad hasta el 2024, incrementa los riesgos en materia de derechos humanos -como lo confirman casos ya documentados de uso desproporcionado de la fuerza letal por el Ejército y la Guardia Nacional- y difícilmente reducirá los índices de violencia, que se mantienen en niveles extremadamente preocupantes y que afectan de forma más severa a las mujeres, como este año nos lo han recordado constantemente las legítimas protestas de colectivas y organizaciones.
También continúa la impunidad. En derechos humanos no se dan todavía pasos como los que empiezan a darse en la persecución de la corrupción; y aunque Ayotzinapa avanza, casos como Atenco, Tlatlaya, el espionaje con Pegasus y tantos más, están estancados. No se ha apostado a verdaderos cambios institucionales con visión de futuro en el ámbito de la procuración de justicia y tanto en la Fiscalía General como en las fiscalías estatales se reciclan prácticas, personajes y deficiencias del pasado.
Por otro lado, la crisis de desapariciones continúa, pese a avances como la relevante apertura a trabajar con el comité de la ONU en la materia. Casi cinco mil casos este año muestran que el fenómeno no se ha revertido. En materia de búsqueda, por el esfuerzo de algunas autoridades del gobierno federal y, sobre todo, por el esfuerzo de los colectivos de familiares, se siguen encontrando y abriendo fosas clandestinas. Pero si este esfuerzo no es acompañado de medidas innovadoras para identificar cuerpos y restos que permanecen en las morgues, mediante procesos colaborativos entre la federación, los estados, las víctimas y la sociedad civil, la indolencia de las fiscalías no cambiará y el agravio contra los familiares tampoco.
Finalmente, el tono de descalificación al trabajo civil de defensa de derechos humanos ha seguido. Lo vimos más recientemente, cuando de forma injusta se descalificó a organizaciones que, con décadas de trabajo serio como el Equipo Indignación de Yucatán, hoy acompañan a las comunidades indígenas que demandan sus derechos a la consulta y el territorio frente al Tren Maya.
La violencia no cede y la crisis de derechos humanos continúa. Conviene al país y sobre todo a las víctimas que esta realidad sea reconocida y que no que se soslaye afirmando que el Estado ya no viola los derechos humanos. Vale la pena recordar algo básico: Al Estado lo componen también policías municipales corrompidas, policías estatales que practican la tortura, ministerios públicos que revictimizan y fuerzas castrenses que se saben impunes. Sólo aceptando la realidad y reconociendo los muchos pendientes se podrá trazar la ruta para superarlos.