Hace 26 años, un grupo de jesuitas fundó el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez (Centro Prodh) para responder a una realidad donde la dignidad humana era ignorada y mancillada.
Atentos a lo que identificaron como “signos de los tiempos”, los jesuitas reconocieron, con aguda visión, que a finales de la década de los ochenta los derechos humanos emergían como un campo en disputa en el que se abría el espacio para que las mayorías excluidas se apropiaran de las normas y los principios aceptados internacionalmente y los pusieran del lado de las víctimas.
Mucho ha pasado desde entonces. La sociedad civil se ha profesionalizado, diversificado y especializado. El país, por su parte, se encuentra sumergido en una emergencia nacional en la que violaciones graves a los derechos humanos, como en los casos de Ayotzinapa y Tlatlaya, han puesto de manifiesto que existen espacios del Estado que responden a intereses delincuenciales.
La lucha por hacer realidad los derechos humanos para los sectores más vulnerables presenta en la actualidad visos muy similares a los que enfrentó el Prodh en su momento inicial. No podemos lanzar al aire cuentas alegres sobre la transición mexicana y la consolidación de los derechos humanos, mientras 43 familias de Guerrero aún esperan tener noticias de sus hijos desaparecidos a causa de la connivencia entre el Estado y la delincuencia organizada; no podemos celebrar cuando aún está pendiente una explicación completa sobre la masacre de Tlatlaya. Frente a este panorama, el reto para las y los defensores de derechos humanos es acompañar a las víctimas a través de intervenciones serias y profesionales que no sólo logren revertir la impunidad en casos específicos, sino que también develen las causas estructurales de los abusos, con vocación de transformación.
En su caminar, el Centro Prodh ha sido la casa de decenas de personas que han labrado el rostro de la institución. Podemos afirmar que la comunidad de defensores y defensoras que el Prodh ha cultivado siempre ha mantenido una mística particular: la de entender que la nuestra es una vocación entrañable, como decía David Fernández, ex director del Centro, en la medida en que surge de una respuesta desde las más profundas entrañas a la interpelación de los rostros concretos de las víctimas; es una vocación de compasión, antes que de razón.
La nuestra es una tarea que se sitúa en el difícil punto medio entre la denuncia meramente testimonial y el diseño aséptico de políticas públicas. La nuestra es una labor donde las banderas políticas se supeditan al imperativo ético de responder a rostros concretos.
Mario Patrón Sánchez, director del Centro Prodh