«Vas perdiendo todo»
Impactos de la búsqueda de personas desaparecidas en las mujeres
- Colitis
- Trastornos de la presión arterial
- Dolor de cabeza
- Dolores intensos de espalda
- Envejecimiento prematuro
- Agravamiento de padecimientos previos
- 8 de 9 dejaron de comer
- Todas dejaron de divertirse
- Todas han dejado de celebrar fechas especiales
- Todas padecen insomnio
- Todas padecen miedo constante
- Dos asumieron conductas de riesgo
- 7 de las 9 entrevistadas perdieron o abandonaron su negocio o un trabajo formal
- Sólo 3 siguen percibiendo sus ingresos normales
- Sólo 1 mantiene el trabajo que tenía antes de la desaparición
- 5 de las 9 desarrollan ahora un trabajo que es precario
- 1 de las entrevistadas se sostiene exclusivamente con los apoyos de su familia
- Todas trabajan lo mínimo posible para tener tiempo para la búsqueda
- En 2 casos, los hombres de la familia sostienen por completo a la familia
- En todos los casos, el nivel de vida familiar cayó
- Una mujer debió dormir en espacios públicos
- Para 7 de las mujeres, la búsqueda ocupa el lugar de sus proyectos de vida por completo
- 2 de las mujeres tienen un nuevo proyecto de vida relacionado con la búsqueda
- Solamente 1 mujer consideraría dejar la organización tras encontrar a su familiar
- En 2 casos, los hijos/as han visto afectado directamente su proyecto individual de vida
- Ninguna de las mujeres que busca a su pareja piensa formar una nueva familia
- 4 de 9 están desplazadas debido a las amenazas tras la desaparición
- 8 mujeres eran las encargadas del trabajo del hogar y de cuidados
- Todas siguen realizando trabajo del hogar y de cuidados
- Todas refieren que hacen lo mínimo indispensable en hogar y cuidados
- En tres casos tienen apoyo de otras mujeres
- En un caso se menciona que el trabajo doméstico es equitativo
- Para 8 de 9, las compañeras de organización son el principal lazo social
- 9 de 9 reciben comentarios familiares de que abandonen la búsqueda
- 8 de 9 reportan aislamiento social o familiar involuntario
El olvido de tí misma
La angustia continua, el insomnio, dejar de comer, las largas jornadas de espera en las dependencias o bajo el sol en la búsqueda, la falta de tiempo para ellas mismas y los escasos recursos económicos para atenderse han repercutido en la salud de las mujeres que buscan. “Algunas muy devastadas y ya no quieren saber nada, otras acabadas. En todos los casos, las mujeres estamos dañadas física y moralmente”, reconoce Virginia Garay.
Jocelyn Orgen dice que, tras cuatro años de abandono y frustración, no se reconocía al espejo. Es que, confiesa, muchas dejan incluso de ocuparse de su cuidado personal. “Tu quieres respirar y de repente ya desapareció otra persona en tal lugar, y qué vamos a hacer, vamos a canalizarla a ver qué colectivo está en ese estado. Todo ese tipo de información, fotografías, todo lo vamos absorbiendo y ¿en qué momento lo sacas? ¿En qué momento entiendes que lo que sucede no está en tus manos ni en tu control?”, cuestiona.
Al preguntarles los padecimientos que han notado a partir de la desaparición, ellas mencionan con recurrencia colitis, trastornos de la presión arterial, dolores intensos de cabeza y espalda y envejecimiento prematuro, sumados al empeoramiento de condiciones previas. “Yo estaba preocupándome porque hace años me quiso dar una embolia, pero no hay manera de comprar el medicamento y entonces sí se ha agravado mucho”, lamenta Virginia Garay.
Cuidar la alimentación no es fácil porque, muchas veces, las mujeres tienen que comer lo que les brindan solidariamente o lo que hay en la calle a las horas que se los permiten las jornadas de búsqueda y movilización.
El bienestar emocional también se ve disminuido. Todas ellas han dejado de divertirse y de celebrar fechas especiales, tienen miedo o terror y algunas llegaron a asumir conductas de riesgo, como participar en carreras de autos o probar drogas.
“Al principio, con el simple hecho de reírte te sentías culpable”, recuerda Michelle Quevedo. Doña María Herrera confiesa que solamente entre las mismas mujeres que buscan pueden abrazarse, reírse, bromear o hasta cantar. “Eso sí, siempre con el tema de nuestros desaparecidos”, aclara.
Jocelyn señala que se trata de etapas que van atravesando quienes tienen un familiar desaparecido, y que es mejor que lo sepan antes para que entiendan que son reacciones normales ante situaciones tan violentas: al principio estarán odiando a todo el mundo y negándose a la escucha, y paulatinamente irán conduciendo la situación.
“Cuando yo entendí todo el negocio que representamos los seres humanos, entendí que era muy difícil saber dónde está mi papá, pero no imposible. Cuando entendí eso, pude aceptar la realidad y funcionar”, comparte. “Lo más difícil es poder tocar tu dolor y hacerlo a un lado”, agrega.
En algunas ocasiones, a estas mujeres –colocadas en una situación terrible en la que nunca pidieron estar– les dicen que son vividoras, que les gusta estar así o que viven de la situación. Aunque duele, reconocen, han aprendido a ignorar esos comentarios.
Por otra parte, no todas las mujeres han tenido algún tipo de atención psicológica. Sabuesos Guerreras de Sinaloa cuenta con una psicóloga propia de cabecera y atención de un equipo de pgr, y en otros casos existe apoyo de profesionales solidarias. Sin embargo, la generalidad es la falta de acceso debida a la falta de recursos económicos o a que las instituciones del Estado que deberían proporcionar los servicios no cuentan con suficiente personal.
Hay circunstancias, relatan algunas de las mujeres, en las que algún profesional de la psicología se acerca para colaborar, o alguna institución educativa lo envía, pero las familias se muestran renuentes porque sienten que no hay una comprensión de lo que significa la desaparición forzada.
“Los académicos tienen una forma de pensar, quieren aplicar todo conforme a las teorías que aprenden en la escuela, y está bien. Pero resulta que las desapariciones no las aprendieron en la escuela”, abunda Jocelyn Orgen Calderón.
Las alternativas que ellas han creado son actividades grupales (como bordar), recurrir a estudiantes de psicología con apertura para aprender y el impulso a la formación de familiares como profesionales de la salud. El caso más aterrizado es Uniendo Cristales, asociación de familiares y solidarios que se dedica al apoyo y contención psicológica para familias en búsqueda desde el planteamiento de ser “acompañantes pares”. Psicólogos Sin Fronteras también está comenzando un trabajo con Enlaces Nacionales.
Todas ellas recomendarían a las mujeres que están comenzando el camino de búsqueda que desde el inicio se cuiden, aunque les cueste trabajo, ya que después es más difícil revertir las enfermedades adquiridas.
De todas ellas, solamente una (psicóloga) mantuvo su dinámica anterior de alimentación y deporte, en la medida en que la reducción de recursos económicos se lo permitió.
“Nomás les gusta el argüende”
“Cuando te pasa esto lo primero que pierdes es la estabilidad emocional, después viene lo económico y poco a poco te vas dando cuenta de que vas perdiendo todo, hasta las amistades”. Así resume María Herrera todas las afectaciones que se acumulan en las vidas de las mujeres que deciden buscar al pedacito que les falta.
Ellas comprenden que las personas se alejen de una familia que tiene a una persona desaparecida tanto por un riesgo real –muchas veces, ellas son amenazadas porque en sus investigaciones llegan a descubrir tramas y patrones de la delincuencia organizada– o por la criminalización que cae casi automáticamente sobre la persona víctima de la desaparición.
“Nuestra propia familia decía que a lo mejor mis hermanos andaban metidos en algo. Mucha familia se alejó”, recuerda Michelle Quevedo.
También son generalizadas las peticiones familiares de “dejarlo ahí”, “dejarlo descansar en paz” o “no arriesgar a los hijos que te quedan”.
A esto se suma el hecho de que las mujeres dedican casi la totalidad de su tiempo a las labores de los colectivos y se sensibilizan mucho más ante los actos de revictimización o a la justificación de lo sucedido. Así, se van perdiendo las redes sociales y el colectivo se convierte en el lugar de apoyo, empatía y desahogo.
“El hecho de que criminalicen a los desaparecidos es algo que nosotras no podemos permitir, y el hecho de que haga uno la defensa la gente lo toma muy mal, incluso amigos y familiares”, explica Mercedes Ruiz. A ella le tocó escuchar cómo un antiguo amigo le decía a otros que ya no la invitaran a salir porque “nada más habla de eso (la búsqueda)”. También, que en su propia familia dijera que ni siquiera hacía nada concreto, que nada más le gustaba “estar en el argüende”.
A Virginia Garay incluso sus vecinos de hace mucho tiempo comenzaron a evitarla. “Pasas y cuando mucho te saludan y ya, se voltean a otro lado. A veces sientes que saben algo y se voltean para que no les preguntes”, aventura. Ella conservó a una amiga. Aunque ya no puede salir con ella porque no tiene dinero para comprar el helado que se tomaban cada semana en la plaza de Tepic ni tiempo para hacerlo, la amiga la llama para saber cómo está y en qué va el caso.
Por eso, para las familias resultan significativos los actos de reconocimiento de responsabilidad y disculpa pública: porque señalan que su ser querido desaparecido es inocente de lo que le pasó frente a la estigmatización que las golpea doblemente.
Hay un dato llamativo: en las entrevistadas, una constante es que la familia más cercana que permanece a su lado y las apoya –ya sea con la propia búsqueda o con las tareas del hogar y de cuidados– es la materna.
Proyectos truncados
Las mujeres que hoy son buscadoras tenían una variedad de ocupaciones y sueños: una empresa familiar aguacatera y una vida tranquila en el campo; una pequeña empresa de transporte y el anhelo de un embarazo; un proyecto de spa en una ciudad menos violenta y con más oportunidades para los jóvenes; una especialidad y una promoción de puesto en la Comisión Federal de Electricidad (CFE); una segunda maestría y un despacho de asesoría política; disfrutar de su jubilación y de sus hijos; seguir siendo maestra de jardín de niños y aportar para los gustos de los hijos; hacer crecer su tienda de artículos de pesca; continuar con la venta de oro y ropa y apoyar en la crianza de sus nietos.
Ocho de estas nueve mujeres perdieron esos proyectos. Algunas renunciaron para poder dedicarse a la búsqueda; otras, porque fueron desplazadas; otras, simplemente no han tenido la fuerza para volver a trabajar.
Jocelyn tenía planes de crecimiento personal porque, dice, siempre le ha gustado superarse y romper los límites impuestos a las mujeres. Ella trabajaba en CFE y ahora es trabajadora informal ocasional: “Tu proyecto de vida se ve roto. Si estando en el trabajo mi proyecto era ir a una capacitación y subir de puesto, ya dejé eso truncado por hacer la búsqueda. Lo económico pasa a segundo término; con que cubras tus necesidades básicas es más que suficiente”.
Columba no ha vuelto al jardín de niños desde la desaparición forzada de su hijo. “Todo lo que más amaba en la vida me lo quitaron. Ya ni me acuerdo que fui maestra; no me he atrevido a regresar, ahí dejé mis cosas. Es que siento que no podría estar bien con los niños, porque son una esponjita que absorbe todo y no es justo con ellos”, lamenta.
Ahora, seis de estas mujeres se dedican completamente a la búsqueda como nuevo proyecto de vida. Dos están estudiando carreras específicamente para ser más útiles en sus organizaciones –una, criminalística; la otra, psicología.
Dada la incertidumbre que representa la desaparición, les resulta difícil delinear planes a largo plazo. Viven al momento en todos los aspectos.
“No he logrado hacer un trazo. Yo tenía muy marcado mi proyecto de vida antes de que se cortara y ahorita simplemente vivo día con día, no sé que voy a hacer dentro de dos años. Es una pregunta que todavía no puedo contestar”, se sincera Michelle Quevedo.
Todo para la búsqueda
Además de absorber el tiempo, el corazón y las fuerzas de las mujeres, la búsqueda de su persona desaparecida les demanda poner la mayoría de los recursos económicos familiares al servicio de esta labor.
La mayoría de las personas desaparecidas eran hombres que sostenían la economía familiar o aportaban una parte importante, por lo cual, la mera desaparición reduce los recursos económicos disponibles. El hecho de que, además, la mayoría de las mujeres pierde sus trabajos formales o habituales y los cambia por otros que requieran menor tiempo, hace que la situación se vuelva extremadamente precaria.
Virginia Garay confiesa que está muy endeudada. En su colectivo consiguieron un auto pequeño para las búsquedas, pero deben pagar su reparación porque se descompuso al andar por terrenos difíciles. Rosa Neris y su colectivo organizan venta de artículos varios para financiar las búsquedas; a veces, acepta, no tiene ni para su pasaje. Una hija de María Herrera dio lo que ella y su esposo habían ahorrado para construir su casa; ese dinero se esfumó rápidamente en gastos de detectives privados y policías que pedían dinero por trabajar. Ahora, doña Mari vende algunas verduras que cocina y su yerno se fue a Estados Unidos.
También Evangelina Ceja vende comida ocasionalmente.
“Toda la economía que teníamos dispuesta para vivir normal, ahora la disponemos para la búsqueda; por lo tanto, la familia se queda desprotegida. Yo renuncié a la CFE para poder trabajar y buscar a mi papá; ahora vendo salsas cuando voy a las reuniones y dedico un día a la semana a cobrar muebles que vendo en pagos”, ejemplifica Jocelyn Orgen.
Para las personas desplazadas, la situación se vuelve francamente desesperada. De las nueve mujeres entrevistadas, cuatro están en desplazamiento forzado como resultado de amenazas de los perpetradores de la desaparición de su familiar. Sus propiedad y hogares quedan abandonados y llegan a ser ocupados por delincuentes o personas abusivas.
María Elena Medina, quien manejaba una empresa aguacatera familiar en Michoacán hasta que desaparecieron a su esposo y dos de sus hijos, tuvo que huir. Primero, a Morelia; luego, a la Ciudad de México.
“Cuando nos venimos aquí a México yo fui ama de casa, mi hija trabajaba en una pastelería, mi hijo Moisés, ayudante de albañil”, recuerda. Han pasado por carencias, pues en la capital del país “nada más se trabaja para pagar renta y para medio comer, porque todo es muy caro”.
De las nueve mujeres entrevistadas, 7 perdieron su negocio o un trabajo formal, una más es jubilada, otra tiene un permiso tramitado por su sindicato y otra mantuvo su trabajo principal pero redujo sus actividades al mínimo. Dos de ellas reportan tener deudas muy considerables y varias consumieron los ahorros que tenían ellas o la familia. Ahora, al menos cinco de ellas desarrollan trabajos precarios y ocasionales, como la venta de comida, y dos dependen de los ingresos de otros miembros de la familia.
El perder un trabajo formal, hay que recordar, acarrea además la pérdida de servicios de salud, además de otras prestaciones.
Doña María Herrera, que tenía un negocio familiar de venta de oro y de artículos de temporada –señala que vivía cómodamente en una casa muy grande con su familia– tuvo que dormir casi a la intemperie en varias ocasiones. “Mis hijos no sabían hasta ahora que lo he tenido que decir en público”, confiesa. Viajaba de noche, llegaba de madrugada a la central de autobuses y ahí dormía hasta que era hora de apertura en las oficinas gubernamentales. Si no la atendían, volvía a la central de autobuses a dormir para acudir de nuevo a las oficinas al día siguiente.
“Y al otro día lo mismo. Es un sufrimiento, sobre todo cuando hace frío o mucho calor, pero careces de todo”, recuerda. También señala que la situación mejoró al integrarse al Movimiento por la Paz, cuando fue recibida por varias compañeras en sus casas.
La situación es de tal calado que, en sus Observaciones Finales derivadas de la revisión a México,de 2015, el Comité contra las Desapariciones Forzadas de la ONU advirtió que “las mujeres que son miembros de la familia de una persona desaparecida son particularmente vulnerables a sufrir serios efectos sociales y económicos adversos, así como a padecer violencia, persecución y represalias como resultado de sus esfuerzos para localizar a sus seres queridos”, por lo que recomendó que el Estado parte integre perspectivas de género y enfoques adaptados a la sensibilidad de los niños y niñas en la implementación de los derechos y el cumplimiento de las obligaciones derivados de la Convención.
Seguir sosteniendo
El llevar la labor de búsqueda a sus espaldas y seguir aportando a la economía familiar no ha hecho que la labor de cuidados de las mujeres se distribuya de una manera muy distinta en el hogar o que dejen de hacerla.
El Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer, en sus Observaciones finales sobre el noveno informe periódico de México de julio de 2018, señaló su profunda preocupación por la alta incidencia de desapariciones forzadas que afectan a las mujeres, ya sean víctimas directas o indirectas, “en cuyo caso las mujeres suelen cargar con la responsabilidad no solo de buscar a la persona desaparecida e iniciar las investigaciones sino también de servir de sostén principal de la familia”.
“Si vamos a ir a la procuraduría, nos programamos. Nos levantamos, nos hacemos un licuado o agarramos lo que haya y nos vamos. Si regresamos a las dos, a esa hora preparamos de comer y el tiempo que queda es para limpiar la casa y lavar ropa”, detalla María Elena Medina.
Si antes de la desaparición de su familiar, 9 de las 10 mujeres eran las principales encargadas del trabajo del hogar, ahora lo siguen siendo pero –al igual que con el trabajo remunerado– tratan de hacer solamente lo que consideran indispensable.
“Pues la casa ya está inhabitable porque no está cuidada como se debe. Lo único que siempre se hace es la comida. Ya todo mundo a la hora que llegue come, porque la comida nada más está hecha, ya no doy de comer así”, señala Virginia Garay. ¿Su esposo no colabora en eso? “No, porque él trabaja doble turno”, explica.
Solamente en uno de los casos, el trabajo del hogar se distribuye equitativamente porque, desde antes de la desaparición, ya era de esa forma la dinámica familiar.
Para el cuidado de niños, niñas y otras personas dependientes, algunas mujeres han encontrado apoyo en su familia. La madre de Jocelyn Orgen le ayuda a cuidar a su hija y su hijo pequeños la mitad de la semana, por ejemplo.
Michelle Quevedo se lleva su bebé de meses de nacida a las reuniones, incluso en la entonces Procuraduría General de la República (PGR). Otros niños se quedan en los lugares de origen a cargo de las madres mientras las abuelas buscan. Así, los colectivos hacen las veces de redes de apoyo mientras las madres realizan trámites en oficinas donde las y los pequeños no pueden estar.
Ellas siguen viéndose como el pilar de la familia y actuando en consecuencia. Todas proyectan –a pesar de sus propios dolores y cansancios– fuerza y esperanza hacia quienes consideran más vulnerables con tal de evitarles sufrimiento; se hacen cargo de los impactos en otros integrantes de la familia y tratan de asegurar que puedan seguir sus caminos aunque los de ellas estén suspendidos.
Sin duelo
La desaparición, dicen las mujeres, es un limbo en el que no saben si su persona querida –la hija de sus entrañas, el esposo y padre de sus hijos, el hermanito apenas adolescente– ha muerto o está vivo y pasando cosas que preferirían no imaginar. El pensamiento está presente todo el tiempo: mientras comen, se preguntan si pasa hambre; cuando intentan conciliar el sueño, las atormenta la idea de si podrá dormir o tendrá frío; cuando están a punto de reír, se imaginan que esa persona las está viendo y sienten culpa o vergüenza.
“Yo que conozco esas dos partes, de perder a un hermano y saber que ya está muerto, y de tener a otro desaparecido, veo mucha diferencia. Con mi hermanito podía pensar que al menos ya no estaba sufriendo, pero con mi hermano Gerson no sabía todo lo que estaba pasando y eso me partía el alma”, ilustra Michelle Quevedo.
Esta situación no disminuye con el paso del tiempo, insisten, aunque aprendan a controlar sus manifestaciones externas de angustia o se obliguen a comer para permanecer vivas. María Herrera lo ilustra: “Yo antes no comía, nada más lloraba, y hasta me dio coraje con mi esposo una vez que compró un pollo. Ahora me ves comiendo y llorando, y les digo: perdón, hijos, pero tengo que comer para seguirlos buscando”.
Particularmente, la repetición de las celebraciones les remarca la ausencia que se prolonga. Es común en todas ellas: otro cumpleaños, las navidades que no se celebran pero sí duelen, los Día de la Madre para la que no sabe dónde está su hijo. Todos dejamos de festejar muchas fechas», resume Michelle Quevedo.
Muy a menudo, la familia y quienes opinan desde fuera de la situación le piden a las mujeres que den por fallecidos a sus familiares y continúen con su vida. Columba Arroniz, quien tuvo a su hijo y a su sobrino oficialmente desaparecidos por un mes –luego se les informó que un trozo de hueso y unas gotas de sangre pertenecientes a Bernardo y Alfredo fueron hallados en un racho de delincuentes– explica que “es muy difícil que la mente acepte que alguien está muerto si tú no lo viste”. Ella no ha encontrado descanso porque no ha logrado asentar en su corazón que esos minúsculos indicios sean el robusto hijo mayor que cada mañana, en broma, le pedía 50 pesos para comprar su desayuno. “Mi marido me dice que me gusta atormentarme, pero no es eso. Repaso y repaso los papeles y sigo con mil dudas”, explica.
“Ahora imagínese a las mamás que no tienen ni eso” lanza.
El paso de los días incrementa las angustias de las mujeres. Saben que representa menos probabilidades de vida para su ser querido, pero también para ellas es un tiempo que se agota. “Lo más difícil es que, en la hora de la agonía, se vaya uno con la incertidumbre de no saber”, dice doña Mari Herrera.
Ella lo dice a propósito de una madre de Ayotzinapa, Minerva Bello, quien falleció sin saber de su muchacho. Pero también la remite a su propia situación: un pulmón enfermo que ya no tiene remedio y que, a veces, la aparta de las actividades de su organización más tiempo del que le gustaría.
El olvido de tí misma
La angustia continua, el insomnio, dejar de comer, las largas jornadas de espera en las dependencias o bajo el sol en la búsqueda, la falta de tiempo para ellas mismas y los escasos recursos económicos para atenderse han repercutido en la salud de las mujeres que buscan. “Algunas muy devastadas y ya no quieren saber nada, otras acabadas. En todos los casos, las mujeres estamos dañadas física y moralmente”, reconoce Virginia Garay.
Jocelyn Orgen dice que, tras cuatro años de abandono y frustración, no se reconocía al espejo. Es que, confiesa, muchas dejan incluso de ocuparse de su cuidado personal. “Tu quieres respirar y de repente ya desapareció otra persona en tal lugar, y qué vamos a hacer, vamos a canalizarla a ver qué colectivo está en ese estado. Todo ese tipo de información, fotografías, todo lo vamos absorbiendo y ¿en qué momento lo sacas? ¿En qué momento entiendes que lo que sucede no está en tus manos ni en tu control?”, cuestiona.
Al preguntarles los padecimientos que han notado a partir de la desaparición, ellas mencionan con recurrencia colitis, trastornos de la presión arterial, dolores intensos de cabeza y espalda y envejecimiento prematuro, sumados al empeoramiento de condiciones previas. “Yo estaba preocupándome porque hace años me quiso dar una embolia, pero no hay manera de comprar el medicamento y entonces sí se ha agravado mucho”, lamenta Virginia Garay.
Cuidar la alimentación no es fácil porque, muchas veces, las mujeres tienen que comer lo que les brindan solidariamente o lo que hay en la calle a las horas que se los permiten las jornadas de búsqueda y movilización.
El bienestar emocional también se ve disminuido. Todas ellas han dejado de divertirse y de celebrar fechas especiales, tienen miedo o terror y algunas llegaron a asumir conductas de riesgo, como participar en carreras de autos o probar drogas.
“Al principio, con el simple hecho de reírte te sentías culpable”, recuerda Michelle Quevedo. Doña María Herrera confiesa que solamente entre las mismas mujeres que buscan pueden abrazarse, reírse, bromear o hasta cantar. “Eso sí, siempre con el tema de nuestros desaparecidos”, aclara.
Jocelyn señala que se trata de etapas que van atravesando quienes tienen un familiar desaparecido, y que es mejor que lo sepan antes para que entiendan que son reacciones normales ante situaciones tan violentas: al principio estarán odiando a todo el mundo y negándose a la escucha, y paulatinamente irán conduciendo la situación.
“Cuando yo entendí todo el negocio que representamos los seres humanos, entendí que era muy difícil saber dónde está mi papá, pero no imposible. Cuando entendí eso, pude aceptar la realidad y funcionar”, comparte. “Lo más difícil es poder tocar tu dolor y hacerlo a un lado”, agrega.
En algunas ocasiones, a estas mujeres –colocadas en una situación terrible en la que nunca pidieron estar– les dicen que son vividoras, que les gusta estar así o que viven de la situación. Aunque duele, reconocen, han aprendido a ignorar esos comentarios.
Por otra parte, no todas las mujeres han tenido algún tipo de atención psicológica. Sabuesos Guerreras de Sinaloa cuenta con una psicóloga propia de cabecera y atención de un equipo de pgr, y en otros casos existe apoyo de profesionales solidarias. Sin embargo, la generalidad es la falta de acceso debida a la falta de recursos económicos o a que las instituciones del Estado que deberían proporcionar los servicios no cuentan con suficiente personal.
Hay circunstancias, relatan algunas de las mujeres, en las que algún profesional de la psicología se acerca para colaborar, o alguna institución educativa lo envía, pero las familias se muestran renuentes porque sienten que no hay una comprensión de lo que significa la desaparición forzada.
“Los académicos tienen una forma de pensar, quieren aplicar todo conforme a las teorías que aprenden en la escuela, y está bien. Pero resulta que las desapariciones no las aprendieron en la escuela”, abunda Jocelyn Orgen Calderón.
Las alternativas que ellas han creado son actividades grupales (como bordar), recurrir a estudiantes de psicología con apertura para aprender y el impulso a la formación de familiares como profesionales de la salud. El caso más aterrizado es Uniendo Cristales, asociación de familiares y solidarios que se dedica al apoyo y contención psicológica para familias en búsqueda desde el planteamiento de ser “acompañantes pares”. Psicólogos Sin Fronteras también está comenzando un trabajo con Enlaces Nacionales.
Todas ellas recomendarían a las mujeres que están comenzando el camino de búsqueda que desde el inicio se cuiden, aunque les cueste trabajo, ya que después es más difícil revertir las enfermedades adquiridas.
De todas ellas, solamente una (psicóloga) mantuvo su dinámica anterior de alimentación y deporte, en la medida en que la reducción de recursos económicos se lo permitió.
“Nomás les gusta el argüende”
“Cuando te pasa esto lo primero que pierdes es la estabilidad emocional, después viene lo económico y poco a poco te vas dando cuenta de que vas perdiendo todo, hasta las amistades”. Así resume María Herrera todas las afectaciones que se acumulan en las vidas de las mujeres que deciden buscar al pedacito que les falta.
Ellas comprenden que las personas se alejen de una familia que tiene a una persona desaparecida tanto por un riesgo real –muchas veces, ellas son amenazadas porque en sus investigaciones llegan a descubrir tramas y patrones de la delincuencia organizada– o por la criminalización que cae casi automáticamente sobre la persona víctima de la desaparición.
“Nuestra propia familia decía que a lo mejor mis hermanos andaban metidos en algo. Mucha familia se alejó”, recuerda Michelle Quevedo.
También son generalizadas las peticiones familiares de “dejarlo ahí”, “dejarlo descansar en paz” o “no arriesgar a los hijos que te quedan”.
A esto se suma el hecho de que las mujeres dedican casi la totalidad de su tiempo a las labores de los colectivos y se sensibilizan mucho más ante los actos de revictimización o a la justificación de lo sucedido. Así, se van perdiendo las redes sociales y el colectivo se convierte en el lugar de apoyo, empatía y desahogo.
“El hecho de que criminalicen a los desaparecidos es algo que nosotras no podemos permitir, y el hecho de que haga uno la defensa la gente lo toma muy mal, incluso amigos y familiares”, explica Mercedes Ruiz. A ella le tocó escuchar cómo un antiguo amigo le decía a otros que ya no la invitaran a salir porque “nada más habla de eso (la búsqueda)”. También, que en su propia familia dijera que ni siquiera hacía nada concreto, que nada más le gustaba “estar en el argüende”.
A Virginia Garay incluso sus vecinos de hace mucho tiempo comenzaron a evitarla. “Pasas y cuando mucho te saludan y ya, se voltean a otro lado. A veces sientes que saben algo y se voltean para que no les preguntes”, aventura. Ella conservó a una amiga. Aunque ya no puede salir con ella porque no tiene dinero para comprar el helado que se tomaban cada semana en la plaza de Tepic ni tiempo para hacerlo, la amiga la llama para saber cómo está y en qué va el caso.
Por eso, para las familias resultan significativos los actos de reconocimiento de responsabilidad y disculpa pública: porque señalan que su ser querido desaparecido es inocente de lo que le pasó frente a la estigmatización que las golpea doblemente.
Hay un dato llamativo: en las entrevistadas, una constante es que la familia más cercana que permanece a su lado y las apoya –ya sea con la propia búsqueda o con las tareas del hogar y de cuidados– es la materna.
Proyectos truncados
Las mujeres que hoy son buscadoras tenían una variedad de ocupaciones y sueños: una empresa familiar aguacatera y una vida tranquila en el campo; una pequeña empresa de transporte y el anhelo de un embarazo; un proyecto de spa en una ciudad menos violenta y con más oportunidades para los jóvenes; una especialidad y una promoción de puesto en la Comisión Federal de Electricidad (CFE); una segunda maestría y un despacho de asesoría política; disfrutar de su jubilación y de sus hijos; seguir siendo maestra de jardín de niños y aportar para los gustos de los hijos; hacer crecer su tienda de artículos de pesca; continuar con la venta de oro y ropa y apoyar en la crianza de sus nietos.
Ocho de estas nueve mujeres perdieron esos proyectos. Algunas renunciaron para poder dedicarse a la búsqueda; otras, porque fueron desplazadas; otras, simplemente no han tenido la fuerza para volver a trabajar.
Jocelyn tenía planes de crecimiento personal porque, dice, siempre le ha gustado superarse y romper los límites impuestos a las mujeres. Ella trabajaba en CFE y ahora es trabajadora informal ocasional: “Tu proyecto de vida se ve roto. Si estando en el trabajo mi proyecto era ir a una capacitación y subir de puesto, ya dejé eso truncado por hacer la búsqueda. Lo económico pasa a segundo término; con que cubras tus necesidades básicas es más que suficiente”.
Columba no ha vuelto al jardín de niños desde la desaparición forzada de su hijo. “Todo lo que más amaba en la vida me lo quitaron. Ya ni me acuerdo que fui maestra; no me he atrevido a regresar, ahí dejé mis cosas. Es que siento que no podría estar bien con los niños, porque son una esponjita que absorbe todo y no es justo con ellos”, lamenta.
Ahora, seis de estas mujeres se dedican completamente a la búsqueda como nuevo proyecto de vida. Dos están estudiando carreras específicamente para ser más útiles en sus organizaciones –una, criminalística; la otra, psicología.
Dada la incertidumbre que representa la desaparición, les resulta difícil delinear planes a largo plazo. Viven al momento en todos los aspectos.
“No he logrado hacer un trazo. Yo tenía muy marcado mi proyecto de vida antes de que se cortara y ahorita simplemente vivo día con día, no sé que voy a hacer dentro de dos años. Es una pregunta que todavía no puedo contestar”, se sincera Michelle Quevedo.
Todo para la búsqueda
Además de absorber el tiempo, el corazón y las fuerzas de las mujeres, la búsqueda de su persona desaparecida les demanda poner la mayoría de los recursos económicos familiares al servicio de esta labor.
La mayoría de las personas desaparecidas eran hombres que sostenían la economía familiar o aportaban una parte importante, por lo cual, la mera desaparición reduce los recursos económicos disponibles. El hecho de que, además, la mayoría de las mujeres pierde sus trabajos formales o habituales y los cambia por otros que requieran menor tiempo, hace que la situación se vuelva extremadamente precaria.
Virginia Garay confiesa que está muy endeudada. En su colectivo consiguieron un auto pequeño para las búsquedas, pero deben pagar su reparación porque se descompuso al andar por terrenos difíciles. Rosa Neris y su colectivo organizan venta de artículos varios para financiar las búsquedas; a veces, acepta, no tiene ni para su pasaje. Una hija de María Herrera dio lo que ella y su esposo habían ahorrado para construir su casa; ese dinero se esfumó rápidamente en gastos de detectives privados y policías que pedían dinero por trabajar. Ahora, doña Mari vende algunas verduras que cocina y su yerno se fue a Estados Unidos.
También Evangelina Ceja vende comida ocasionalmente.
“Toda la economía que teníamos dispuesta para vivir normal, ahora la disponemos para la búsqueda; por lo tanto, la familia se queda desprotegida. Yo renuncié a la CFE para poder trabajar y buscar a mi papá; ahora vendo salsas cuando voy a las reuniones y dedico un día a la semana a cobrar muebles que vendo en pagos”, ejemplifica Jocelyn Orgen.
Para las personas desplazadas, la situación se vuelve francamente desesperada. De las nueve mujeres entrevistadas, cuatro están en desplazamiento forzado como resultado de amenazas de los perpetradores de la desaparición de su familiar. Sus propiedad y hogares quedan abandonados y llegan a ser ocupados por delincuentes o personas abusivas.
María Elena Medina, quien manejaba una empresa aguacatera familiar en Michoacán hasta que desaparecieron a su esposo y dos de sus hijos, tuvo que huir. Primero, a Morelia; luego, a la Ciudad de México.
“Cuando nos venimos aquí a México yo fui ama de casa, mi hija trabajaba en una pastelería, mi hijo Moisés, ayudante de albañil”, recuerda. Han pasado por carencias, pues en la capital del país “nada más se trabaja para pagar renta y para medio comer, porque todo es muy caro”.
De las nueve mujeres entrevistadas, 7 perdieron su negocio o un trabajo formal, una más es jubilada, otra tiene un permiso tramitado por su sindicato y otra mantuvo su trabajo principal pero redujo sus actividades al mínimo. Dos de ellas reportan tener deudas muy considerables y varias consumieron los ahorros que tenían ellas o la familia. Ahora, al menos cinco de ellas desarrollan trabajos precarios y ocasionales, como la venta de comida, y dos dependen de los ingresos de otros miembros de la familia.
El perder un trabajo formal, hay que recordar, acarrea además la pérdida de servicios de salud, además de otras prestaciones.
Doña María Herrera, que tenía un negocio familiar de venta de oro y de artículos de temporada –señala que vivía cómodamente en una casa muy grande con su familia– tuvo que dormir casi a la intemperie en varias ocasiones. “Mis hijos no sabían hasta ahora que lo he tenido que decir en público”, confiesa. Viajaba de noche, llegaba de madrugada a la central de autobuses y ahí dormía hasta que era hora de apertura en las oficinas gubernamentales. Si no la atendían, volvía a la central de autobuses a dormir para acudir de nuevo a las oficinas al día siguiente.
“Y al otro día lo mismo. Es un sufrimiento, sobre todo cuando hace frío o mucho calor, pero careces de todo”, recuerda. También señala que la situación mejoró al integrarse al Movimiento por la Paz, cuando fue recibida por varias compañeras en sus casas.
La situación es de tal calado que, en sus Observaciones Finales derivadas de la revisión a México,de 2015, el Comité contra las Desapariciones Forzadas de la ONU advirtió que “las mujeres que son miembros de la familia de una persona desaparecida son particularmente vulnerables a sufrir serios efectos sociales y económicos adversos, así como a padecer violencia, persecución y represalias como resultado de sus esfuerzos para localizar a sus seres queridos”, por lo que recomendó que el Estado parte integre perspectivas de género y enfoques adaptados a la sensibilidad de los niños y niñas en la implementación de los derechos y el cumplimiento de las obligaciones derivados de la Convención.
Seguir sosteniendo
El llevar la labor de búsqueda a sus espaldas y seguir aportando a la economía familiar no ha hecho que la labor de cuidados de las mujeres se distribuya de una manera muy distinta en el hogar o que dejen de hacerla.
El Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer, en sus Observaciones finales sobre el noveno informe periódico de México de julio de 2018, señaló su profunda preocupación por la alta incidencia de desapariciones forzadas que afectan a las mujeres, ya sean víctimas directas o indirectas, “en cuyo caso las mujeres suelen cargar con la responsabilidad no solo de buscar a la persona desaparecida e iniciar las investigaciones sino también de servir de sostén principal de la familia”.
“Si vamos a ir a la procuraduría, nos programamos. Nos levantamos, nos hacemos un licuado o agarramos lo que haya y nos vamos. Si regresamos a las dos, a esa hora preparamos de comer y el tiempo que queda es para limpiar la casa y lavar ropa”, detalla María Elena Medina.
Si antes de la desaparición de su familiar, 9 de las 10 mujeres eran las principales encargadas del trabajo del hogar, ahora lo siguen siendo pero –al igual que con el trabajo remunerado– tratan de hacer solamente lo que consideran indispensable.
“Pues la casa ya está inhabitable porque no está cuidada como se debe. Lo único que siempre se hace es la comida. Ya todo mundo a la hora que llegue come, porque la comida nada más está hecha, ya no doy de comer así”, señala Virginia Garay. ¿Su esposo no colabora en eso? “No, porque él trabaja doble turno”, explica.
Solamente en uno de los casos, el trabajo del hogar se distribuye equitativamente porque, desde antes de la desaparición, ya era de esa forma la dinámica familiar.
Para el cuidado de niños, niñas y otras personas dependientes, algunas mujeres han encontrado apoyo en su familia. La madre de Jocelyn Orgen le ayuda a cuidar a su hija y su hijo pequeños la mitad de la semana, por ejemplo.
Michelle Quevedo se lleva su bebé de meses de nacida a las reuniones, incluso en la entonces Procuraduría General de la República (PGR). Otros niños se quedan en los lugares de origen a cargo de las madres mientras las abuelas buscan. Así, los colectivos hacen las veces de redes de apoyo mientras las madres realizan trámites en oficinas donde las y los pequeños no pueden estar.
Ellas siguen viéndose como el pilar de la familia y actuando en consecuencia. Todas proyectan –a pesar de sus propios dolores y cansancios– fuerza y esperanza hacia quienes consideran más vulnerables con tal de evitarles sufrimiento; se hacen cargo de los impactos en otros integrantes de la familia y tratan de asegurar que puedan seguir sus caminos aunque los de ellas estén suspendidos.