Es el propio diseño de la elección judicial lo que incentiva que a ras de tierra se pase charola y se opere políticamente para que se impongan los peores. Por eso ningún país del mundo ha elegido el modelo por el que malamente hemos optado aquí. 

Recientemente, Animal Político reveló denuncias sobre cómo el funcionario que quedó a cargo de la Unidad Especial para la Investigación y el Litigio del Caso Ayotzinapa “pasó charola” entre sus subalternos en el marco de las campañas judiciales en curso.

La notica se suma a los muchos desfiguros que hemos visto a lo largo de este absurdo proceso electoral. Candidatas que hacen campaña prometiendo honestidad pese a los graves señalamientos de plagio que pesan sobre sus hombros. Candidatos de cercanías cuestionables con las Fuerzas Armadas. Candidatas que buscan el respaldo corporativo de sindicatos charros. Candidatos que provienen de fiscalías que nunca funcionaron. Candidatas que se dan a conocer con videos frívolos dirigidos a obtener clicks. Candidatos vinculados a intereses económicos. Candidatas que por mejor prenda ofrecen una honradez personal, pretendidamente inigualable en cada caso.

Otros oprobios ocurren con menos visibilidad: poderes criminales que ya han ubicado los distritos electorales más relevantes para sus intereses —previsiblemente, aquellos donde se ubican los juzgados y tribunales federales en materia penal que más tramitan causas por delitos relacionados con la delincuencia organizada—; poderes empresariales con especial interés en cargos relacionados con materias asociadas a su actividad económica —telecomunicaciones, por ejemplo—; gobernadores y gobernadoras que aprovecharán las elecciones locales para terminar de controlar a sus poderes judiciales estatales.

Y es que, como muchas voces lo anticipamos con claridad en el momento oportuno, el propio diseño de la regresiva y precipitada reforma judicial genera lo que estamos viendo. Una reforma como la que aprobó de forma atribulada, en un contexto como el nuestro, necesariamente iba a desembocar en lo que hoy vemos y en lo que vendrá: una jornada electoral donde se alzarán con el triunfo quienes sean apadrinados por operadores políticos territoriales que movilizarán votantes a las casillas, aprovechando que el enredado proceso no incentivará una participación amplia e informada.

Aunque todas y todas deseamos una justicia más cercana a la gente y aunque sin duda para ello se necesitaban reformas en el Poder Judicial Federal —y también las fiscalías, hoy intocadas—, lo que tendremos después de junio serán poderes judiciales —el federal, pero también los locales— incluso más susceptibles que los actuales a sucumbir ante presiones políticas, económicas o de otra índole. Y cuando se les exija rendir cuentas o se los critique, se esgrimirá la inalcanzable altura de su mal entendida legitimidad democrática.

Si acaso, las campañas han servido para identificar los peores perfiles. Pero lamentablemente nada indica que esta información vaya a ser tenida en cuenta por un electorado que, respecto de lo judicial, parece ávido de mano dura y populismo penal, en reacción a los índices de impunidad que vive el país.

Es emblemático en este sentido el avance de la candidatura de uno de los aspirantes a integrar la Suprema Corte, pese a sus oscuros vínculos castrenses, su falta de trayectoria académica relevante, su papel como asesor legal de militares que cometieron crímenes atroces, su reivindicación pública de violaciones a derechos humanos, y su carácter de supuesto fundador de una asociación civil inencontrable como donataria autorizada. Que un perfil como este termine siendo abrazado por quienes dicen ser parte del espectro progresista es una tragedia que resume el sino de este malhadado proceso.

Pero no hay que engañarnos: el problema de la elección judicial que viene no es sólo la alta probabilidad de que algunos perfiles impresentables terminen teniendo la votación que, en un marco de desinformación y baja participación, resulte suficiente para triunfar en los comicios. El problema de fondo es que el modelo de jueces electivos propicia que esto ocurra periódicamente y que perfiles carentes de idoneidad adquieran cada vez más y mejores posiciones si les apoyan los operadores electorales. No basta con señalar a quienes más notoriamente representan intereses aviesos: es el propio diseño de la reforma lo que incentiva que a ras de tierra se pase charola, se opere políticamente para que se impongan los peores. Por eso ningún país del mundo ha elegido el modelo por el que malamente hemos optado aquí.

Además de señalar las candidaturas que representan riesgo a los derechos humanos, es fundamental no dejar de cuestionar el fondo del modelo. No desde una posición nostálgica del pasado ni mucho menos negando la realidad de una elección que ya es inminente, pero sí desde la convicción de que los malos diseños institucionales no tienen por qué preservarse a perpetuidad.

No alzar la voz, no señalar los desfiguros y la corrupción que propicia la elección judicial, y no advertir el socavamiento de instituciones básicas del Estado de Derecho por el propio diseño de la reforma, no es expresión de realismo y mucho menos de visión estratégica, sino más bien de resignación y condescendencia ante la erosión institucional, en tiempos donde más bien hay que apuntalar la resiliencia democrática.

Publicado originalmente el día 13 de mayo del 2025, en «La lucha cotidiana de los derechos humanos».